En esta sociedad convulsa por los casos de corrupción, comprobada o supuesta, que van desde Galicia hasta Baleares y desde Valencia hasta Andalucía, con escala en Washington, pero sin olvidar los que ha habido, y se han olvidado ya, en otros lugares de la geografía española, asistimos al tsunami que supone cada cuatro años un cambio de Gobierno y el subsiguiente corrimiento de tierras en todos los puestos: ministros, secretarios de Estado, subsecretarios, secretarios generales, directores generales, presidentes de empresas públicas y de organismos varios, delegados del Gobierno, embajadores, directores de Comunicación, asesores, consejeros de empresas y organismos públicos, secretarias, policías de escolta, etc. Y como eso afecta, además, a algunos cargos de comunidades autónomas en las que ha pasado lo mismo unos meses atrás, independientemente de que lo hayan hecho bien o mal en la anterior legislatura, de pronto nadie está en su sitio y el país se paraliza hasta que los nuevos se aprenden lo que tienen entre manos.
Pueden decir algunos que cuando cambia un Gobierno y llega un nuevo partido al poder, como ahora, es normal que nombre a «los suyos». Pero ese terremoto se produce prácticamente de la misma manera cuando repite el mismo partido. Cambian a casi todos, aunque los de antes y los de ahora sean también «los suyos». Incluso alguno coloca a su cuñado como chofer. Los ejemplos son innumerables y no sirve de nada que un director general o un secretario de Estado, especialmente en Ministerios técnicos, hayan acreditado una buena o excelente gestión. En algunos de los casos, incluso, algunos de los cesados hubieran sido nombrados si no hubieran ocupado el cargo. Pero como son del anterior equipo, a la calle. Un desperdicio de talento.
Profesionalizar la Administración, evitar ese reparto de cargos, esa necesidad de nombrar a amigos o correligionarios, aunque haya funcionarios excelentes que lo harían mucho mejor, tratar de llevarse a alguien que no tiene ni idea de lo que debe hacer, pero que es «de confianza» y, sobre todo, dejar colocados, antes de irse por el veredicto de las urnas, a todos los leales posibles, es una terrible y costosa herencia que acabamos pagando todos. Todos prometen, en campaña electoral -el último, Rajoy- que cambiarán eso y que no tocarán nada «de director general para abajo», pero acaban haciendo lo mismo: no dejar títere con cabeza.
Las televisiones autonómicas pueden ser un ejemplo a todos los niveles. En la valenciana van a hacer un ERE para cerca de 1.000 trabajadores y tendrán que arreglarse ¡con los 500 que restan! ¿A cuántos cargos directivos y estrellas afectará? Y eso lo pagamos todos los ciudadanos. Nos quejamos de los funcionarios, les congelan los sueldos, se dice que sobran muchos y que no trabajan, pero ¿por qué no hablamos de quienes les mandan? El día en que se profesionalice la Administración y se premie el esfuerzo, el mérito, la capacidad y la honestidad, seguramente habrá menos corrupción y todo funcionará mejor.
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Francisco Muro de Iscar