Que a uno le robe un familiar o un amigo no es mejor que si lo hace un extraño. Antes al contrario, al perjuicio material se suma el daño moral de la confianza traicionada. Sin embargo, y tal vez porque España es diferente en todo cuanto no debiera serlo, los radicalmente afectos al Partido Popular concentran estos días casi toda su atención, y desde luego todas sus invectivas, en el mefítico asunto de los ERE’s que salpica a la Junta de Andalucía. Ello no tendría nada de particular si no fuera porque simultáneamente los tribunales de justicia juzgan estos días los graves y vergonzosos casos de corrupción en los que se hallan implicados e imputados personajes de gran fuste del PP, ex altos cargos (Matas, Camps, Costa…) que, según parece, no supieron estar a la altura de la confianza que los votantes del PP depositaron en ellos. ¿O es que a esos votantes les da igual que sus elegidos les salgan rana?
Diríase, contra toda razón, que el bandidaje es cosa exclusiva del adversario político, o que lo que le roban a uno los afines y los correligionarios se lo deja uno robar con gusto. Todo el mundo sabe, salvo los que así discurren, que los recursos públicos que se distraen en beneficio de los cargos corruptos y de sus amigos se traduce en pérdidas para todos, incluida la de la dignidad, severamente mermada en democracia por la elección de truhanes. Menos dinero, el que queda tras las exacciones de los corruptos, equivale a menos escuelas, menos hospitales, peores carreteras y universidades, menos inversión pública y menos de todo en general para todos, voten lo que voten. ¿Cómo puede parecerle a alguien mejor, o más excusable, o más irrelevante, lo de Baleares y Valencia que lo de Andalucía, o viceversa?
Ante semejante exhibición de falta de rigor y de pobre conciencia ciudadana, se explica lo fácil que lo tienen en este país los malhechores de toda laya.
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Rafael Torres