El juez Baltasar Garzón se ha sentado hoy por primera vez en el banquillo para ser juzgado por el Tribunal Supremo, acusado de prevaricación (dictar a sabiendas una resolución injusta) y contra las garantías constitucionales por el caso Gürtel.
Aun le quedan dos causas más por las que le juzgarán: por otro delito de prevaricación durante la instrucción de la causa por las desapariciones del franquismo y por otros delitos más de prevaricación y cohecho por el dinero que solicitó personalmente y recibió del entonces BSCH, BBVA, Cepsa, Endesa y Telefónica para financiar actividades que desarrolló durante su estancia en la Universidad de Nueva York en 2005 y 2006.
Lo de Baltasar Garzón, salvando su constitucional presunción de inocencia, es un claro ejemplo de arrogancia. Se creyó tan importante que pensó que estaba por encima del bien y del mal. Es cierto que hizo grandes servicios al Estado, pero también es cierto que sus instrucciones dejaban bastante que desear y que muchos delincuentes se le han ido vivos a la justicia porque las instrucciones de sumario que hacía eran bastante pobres y estaban cogidas, en muchos casos, con alfileres para una justicia tan garantista como la española.
Pero lo peor de todo era que el juez Garzón, desde hace muchos años, jugaba con una camiseta política concreta y eso no era de recibo en un juez instructor, porque ni siquiera trataba de disimular. Y, para ello, no le importaba ofrecer espectaculares detenciones de telediario para machacar a sus adversarios políticos. Detenciones que, en la mayoría de los casos, estaban basadas en pruebas demasiado circunstanciales. Parecía que todo lo hacía en beneficio de su propia popularidad y así poder dar de nuevo el salto a la política.
Pero no se puede jugar eternamente al borde del precipicio y Baltasar Garzón será hoy juzgado por la primera de las causas que tiene abiertas. Y de ser condenado supondría el fin de su carrera judicial.
Pinocchio