La tentativa de Newt Gingrich de ocultar sus anteriores declaraciones acerca del cambio climático viene siendo uno de los episodios más cutres de la campaña presidencial de 2012. La secuela de próxima publicación de su libro «A Contract with the Earth» iba a incluir un capítulo firmado por Katharine Hayhoe, una joven catedrático de ciencias del clima del Politécnico de Texas. Hayhoe es una voz científica, cristiana evangélica y moderada que advierte de la alteración del clima.
Entonces se enteraron los medios conservadores. El locutor Rush Limbaugh restaba importancia a Hayhoe como «un bombón climático» Un votante de las primarias de Iowa preguntaba a Gingrich por la cuestión. «No va a formar parte del libro», respondía. «Les dijimos que se caía de la edición». Hayhoe conoció esta noticia justo al saber que era sacrificada.
La teoría del papel del dióxido de carbono en los patrones de comportamiento del clima se ha unido al aborto y al matrimonio homosexual como polémica de la guerra ideológica. Los científicos del clima son tachados de activistas y sandías (verdes por fuera, rojas por dentro). Los escépticos son difamados como paletos afiliados a ideas desacreditadas. Se destruyen reputaciones y se piratea el correo electrónico de los científicos.
Hace unos años, la crispación de este debate habría sido difícil de predecir. En el año 2005, el entonces Gobernador Mitt Romney se unió a un acuerdo regional encaminado a limitar las emisiones contaminantes. En el año 2007, Gingrich aprobó públicamente un régimen de intercambio de emisiones para los compuestos cíclicos.
¿Qué es lo que explica el reciente clima de crispación camorrística? El debate científico se ha visto arrastrado a un debate nacional más generalizado en torno al papel del estado. Muchos izquierdistas políticos se han aprovechado de la alteración del clima como excusa para políticas que ellos apoyaron mucho antes de que las ciencias del clima se pusieran de moda, -mayor regulación del estado y cambios del estilo de vida promulgados por ley-. Los conservadores también se han decantado por equiparar las ciencias del clima con políticas de izquierdas, y rechazar por tanto las dos cosas.
El resultado es un enfrentamiento de intenciones en tela de juicio. Según la opinión conservadora, el verdadero objetivo de los izquierdistas es minar el libre mercado y la soberanía nacional (a través de acuerdos medioambientales internacionales). Según la opinión izquierdista, el verdadero objetivo es llevar a cabo una guerra contra la ciencia y defender los intereses de la patronal de los combustibles fósiles. En los márgenes de cada movimiento, la crítica es precisa, abasteciendo a los partidistas de munición.
Ninguna causa se ha visto saboteada con mayor eficacia por sus defensores políticos. Los científicos del clima, según mi experiencia, son en general escrupulosos, no tienen segundas intenciones y están confusos por ocupar el centro de la polémica global. Las investigaciones de los correos electrónicos pirateados han sacado a la luz pruebas de frustración, -y a lo mejor de manipulación-, pero no de fraude generalizado. Son sus defensores políticos los que a menudo desacreditan su labor a través de la exageración y la arrogancia. Como señala el escritor especializado en temas medioambientales Michael Shellenberger, «El crecimiento de la cifra de estadounidenses que dicen en las encuestas que el calentamiento global está siendo exagerado empezó a registrarse alrededor de la misma época virtualmente de la difusión de la película de Al Gore ‘Una verdad incómoda'».
La oposición de muchos conservadores a los debates en torno a la alteración del clima se ve magnificada por la religión y la clase. Los del movimiento de protesta fiscal tea party tienden a poner en duda lo que dice una élite que se da demasiada importancia. Los evangélicos sospechan desde hace mucho tiempo de la ciencia secular, que tradicionalmente ha sido motivo de sospecha de la influencia religiosa. Entre algunos colectivos, el escepticismo en torno al calentamiento global se ha convertido en símbolo de identidad social — el equivalente cultural a llevar una funda de arma de fuego o el símbolo cristiano de los peces cruzados.
Pero con independencia de lo interesante que sea esto a nivel psicológico, no tiene nada que ver con la ciencia en cuestión. Incluso si todos los ecologistas fueran socialistas y seculares e insufribles y partidistas hasta la médula, ello no alteraría la realidad de la temperatura de la Tierra.
Desde la década de los 50, las temperaturas globales se han incrementado nueve décimas partes de grado Celsius, conclusión reciente del Berkeley Earth Surface Temperature Project, lo que coincide con un importante incremento de los gases de efecto invernadero producidos por los seres humanos. Esta explicación es la más consistente con la ubicación del calentamiento a nivel atmosférico. Es la que mejor explica el cambio en las cosechas, el descendiente número de especies, el adelgazamiento de los casquetes y el creciente nivel del mar. Los científicos no están seguros del ritmo del futuro calentamiento. Los cálculos oscilan entre dos grados Celsius y cinco grados Celsius a lo largo del próximo siglo. Pero el calentamiento ya está teniendo lugar con mayor rapidez de la que pueden adaptarse muchas plantas y animales.
Estos hechos no dictan una respuesta política concreta. Con Japón, Canadá y Rusia retirándose de Kyoto, la construcción de un régimen global de regulación de las emisiones parece improbable, y puede que nunca haya sido posible. El uso generalizado de la energía nuclear, la conservación de los bosques pulmón que consumen el carbono y el impulso a las nuevas tecnologías energéticas son más prometedores.
Pero cualquier enfoque racional exige cierta distancia entre ideología y ciencia. El origen y la destrucción del sustrato no son cuestiones morales, ni el motivo idóneo de un conflicto ideológico.
Michael Gerson