He leído en la prensa unas palabras que se atribuyen a Ernesto Caballero, en relación con la puesta en escena -que bajo su dirección acaba de estrenarse por la Compañía Nacional de Teatro Clásico- de la obra de Calderón En la vida todo es verdad y todo mentira.
Ni sé con seguridad que Ernesto Caballero haya dicho tales palabras, ni esto es una crítica teatral del espectáculo citado, a cuyo estreno acabo de asistir. Me retiré hace algún tiempo del oficio de crítico de teatro, según la edad me lo aconsejó; fue para mí una larga tarea a la que debo muchos momentos maravillosos de mi vida; y a los críticos actuales, excelentes, dejo el llevar a cabo un análisis de la representación a la que me refiero. Sin duda que aprenderé leyéndoles, y me enseñarán a matizar mis propias opiniones.
Aquí voy a centrarme en las palabras a las que me he referido al empezar estas líneas, prescindiendo de quien las haya dicho y de si se han dicho exactamente así. Son las siguientes: “A Calderón se le ha hecho una injusta mistificación, porque se le ha presentado a menudo como un autor imperial, y se le ha achacado ser el propagandista de las ideas del Vaticano de la época”.
Comenzaré por un dato meramente formal: en la época no había “Vaticano”. El Vaticano, como tal entidad jurídica, citable y confundible con la Santa Sede, existe tan sólo desde 1929; hasta entonces se trataba de un palacio entre aquéllos de que la Santa Sede disponía, pero carecía de toda significación particular y su nombre nunca fue utilizado en el sentido en que se le utiliza hoy.
Creo que el autor de la frase ha tenido esto más o menos en cuenta al decir “del Vaticano de la época”; sin duda quiere decir del Papado, la Santa Sede o la Iglesia de entonces. Y cuando se utiliza, en el texto que comento, la expresión “autor imperial”, es evidente que tampoco se refiere al tiempo en que reinó en España un Emperador, sino a la época en que España fue cabeza de un Imperio, entendiendo por tal la dependencia que unía con la Metrópoli a los “Reynos de Indias”; era tal la terminología usada entonces, cuando no resultaba para nada habitual hablar del Imperio español, unos términos éstos bastante más tardíos en la historia. Por tanto, sobran en realidad las palabras “Vaticano” e “imperial”; no son del tiempo calderoniano.
¿Qué se ha querido decir al afirmar que es una mistificación atribuirle a Calderón de la Barca el carácter de autor imperial y de propagandista de las ideas del Vaticano? Se ha querido decir, es obvio, que no lo era. Pues ahí está el error; sí que lo era. Y hubiese sido impensable que no lo fuera. Entendamos por “imperial” una conciencia de la grandeza de España en el Siglo de Oro; entendamos por “ideas del Vaticano” el pensamiento católico. Ningún país tuvo mayor conciencia de su grandeza; ninguna sociedad alentó en su seno una adhesión más firme al catolicismo, como España y los españoles en la época calderoniana.
Ninguna mirada, por inteligente y crítica que fuese, contradijo entonces la convicción de que participó Don Pedro Calderón, como todos sus coetáneos: el destino de España estaba unido a la inmensa obra americana de un lado y a la defensa de la Iglesia por otro. He leído hace poco en un libro del actual Embajador de Nicaragua en España -un hombre culto y objetivo si los hay- una decidida y positiva valoración de la incorporación de América a la cultura occidental por parte de los españoles de la Edad Moderna. E incorporase a la cultura occidental a través de España, suponía tomar conciencia de la fuerza de un credo religioso, y de un determinado modo de entender la vida, y de una concepción global de la misión histórica de un pueblo. Y sabemos todos que España asumió como propio ese pensamiento. En el ámbito del barroco durante el XVII, como en el renacentista del XVI o en el ilustrado del XVIII. Díganle Vds. otra cosa a Carlos I o a Garcilaso, a Carlos III o a Floridablanca.
Si Calderón no hubiese sido “imperial” y afín a “las ideas del Vaticano de la época”, hubiese sido un ser extraño, de un modelo que no se dio. Tuvo su personalidad, sí; no es Lope, ni Tirso, ni Ruiz de Alarcón; pero eso solamente quiere decir que escribió según su estilo como los demás según los suyos, pero no que tuviesen ideologías diferentes y mucho menos contradictorias. Y atribuirles esas ideas no es mistificarles; es conocer los testimonios más válidos de nuestra historia, con la que no debemos jugar para contraponerla despreciativamente al presente. Entre otras cosas, porque puede que saliéramos perdiendo.
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Alberto de la Hera