lunes, noviembre 25, 2024
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Newt Gingrich: fundamentalista

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Algunas tenacidades son simplemente tozudez. La tenacidad de Newt Gingrich es una forma de confianza — en el convencimiento firme de que, con los suficientes debates y el tiempo suficiente, sus habilidades se impondrán por su propio peso. Sabe sondear la debilidad del rival, sabe humillar a un periodista, emplear el gancho que despierta el aplauso del público y capear una pregunta incómoda. Los candidatos anti-Romney que llegaron antes que él se elegían de forma más o menos arbitraria. Gingrich se ha ganado su progreso fulgurante que dio lugar a una victoria el sábado en los comicios de Carolina del Sur con 13 puntos de ventaja.

Pero Gingrich es más que un intérprete. Es el principal galeno del Partido Republicano, especializado en la explicación dinámica de los retos públicos. El resto de candidatos luchan por recuperar tres puntos de popularidad en el grupo de cabeza. Gingrich lucha por censurar la disertación que puede surgir en cualquier momento. La capacidad de pensar en público es un talento político infrecuente — más común en Gran Bretaña que en América. Bill Clinton brillaría durante el turno de preguntas del primer ministro. Gingrich también.

Pero Gingrich se mete con regularidad en problemas cuando pasa del análisis a las recomendaciones. Prácticamente todo problema que se le pone por delante pasa a ser históricamente apremiante, exigiendo una solución radical. Es la razón de su costumbre verbal más reveladora. Los sistemas están «averiados de forma fundamental» y necesitan «de cambios radicales». Las opiniones contrarias son «una mentira, fundamentalmente» y «fundamentalmente ajenas a la tradición norteamericana». Sólo las ideas más geniales están a la altura de la estima en que se tiene a sí mismo.

Pongamos que Gingrich está evaluando la amenaza genuina del terrorismo y el islam radical. A continuación pide una ley federal contra la ley islámica, que abordaría una crisis inexistente al tiempo que se estigmatiza a una confesión entera.

Defiende con firmeza la experiencia laboral temprana en los barrios deprimidos. A continuación va más allá, despreciando las leyes de trabajo infantil como «verdaderamente estúpidas» y alienta el empleo de estudiantes como bedeles.

Gingrich reconoce el problema del cambio climático — o por lo menos lo reconocía en tiempos. Pero propuso combatirlo a través de la geoingeniería — la manipulación arriesgada del clima del planeta inyectando nitrógeno a los océanos o desviando los rayos del sol con enormes espejos.

Las propuestas de cambio fundamental que hace Gingrich son en general despreciadas como cosas de Newt — los aciertos y los errores de un cerebro fértil. Pero sus errores son frecuentes, revelando un patrón de escaso juicio. Y las excentricidades de un candidato se vuelven problemáticas cuando se suponen en un presidente.

El reto del ex presidente de la cámara baja a la supremacía del sistema judicial es un ejemplo. Como es costumbre, Gingrich diagnostica un problema real. Los magistrados son perfectamente capaces de llevar a cabo intrusiones graves. En ocasiones han invadido funciones legislativas o han impuesto una teología intolerante de secularismo público.

Como es costumbre también, Gingrich avanza varias medidas que van demasiado lejos tanto a nivel retórico como legislativo. Los jueces que se inmiscuyen en las funciones del legislativo son «grotescamente dictatoriales» y «radicalmente antiamericanos». Deberían ser citados a declarar por el Congreso y obligados a prestar testimonio por los federales. El presidente debe tener derecho a saltarse sus sentencias y a abolir de un golpe las salas de justicia.

Gingrich cita el ejemplo de Thomas Jefferson, que eliminó un buen número de salas de justicia creadas por John Adams durante los últimos días de su administración. Es un precedente mal escogido. Jefferson estaba deshaciendo el robo de competencias ejecutivas de su predecesor, no poniendo sus miras en jueces concretos que dictan sentencias indeseadas. Si el Presidente Gingrich eliminara por las buenas, pongamos, la izquierdista sala novena de Apelaciones, dejaría a una gran parte del país sin tribunal federal de apelaciones. Si posteriormente rellena las vacantes, mina el principio constitucional que blinda a los jueces de las elecciones. Como ha razonado el antiguo fiscal general Michael Mukasey, América se convertiría en «una república bananera en la que las administraciones se transforman en regímenes, y cada régimen consideraría totalmente idóneo saltarse las sentencias dictaminadas por tribunales compuestos por los regímenes anteriores».

Cuando a Gingrich le fue llamada la atención por eruditos juristas conservadores en torno a las implicaciones radicales de su propuesta, la respuesta de él fue alarmante y característica en la misma medida. Se ensañó. Después de todo, dijo, «Yo impartí un curso corto de esto en la Facultad de Derecho de la Universidad de Georgia». Y esto: «Le sugeriría, como historiador en la práctica, que puedo entender esto mejor que los picapleitos».

No se trata solamente de un candidato presidencial que utiliza un estridente gancho para despertar el aplauso del público. Se trata de un candidato presidencial que está prometiendo una crisis constitucional, restando importancia de forma arrogante después a las críticas vertidas a su falta de escrúpulos.

Muchos conservadores en la actualidad están ejerciendo no solamente su variante de conservadurismo sino su imaginación. Se figuran un debate entre Mitt Romney y Barack Obama y bostezan de aburrimiento. Imaginan a Gingrich despachándose contra el presidente, los medios y los fracasos fundamentales del progresismo — y su pulso se acelera.

Pero los Republicanos tienen que imaginar un poco más — elegir a un presidente sin precedentes de prudencia.

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Michael Gerson

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