lunes, noviembre 25, 2024
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Juzgado por celebrar el nacimiento de su primer hijo

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Hoy da comienzo la Sala de lo Penal de la Audiencia Provincial la vista del juicio contra J.B.G, el hombre de treinta y dos años que tendrá que responder de las acusaciones formuladas contra él por haber festejado con alborozo la llegada al mundo de su primogénito. Desde diversos entornos se ha considerado injusto e inconstitucional que se procese a un ciudadano por el mero hecho de hacer algo tan legítimo y tan usual como dar la bienvenida a un recién nacido. Hay quien va más allá y habla de auténtica persecución judicial e incluso política, contra el propio J.B.G y contra la institución de la familia.

Los hechos se remontan a unos meses atrás cuando J.B.G., tras asistir al alumbramiento de su hijo en el hospital, comenzó con los amigos que acudieron a felicitarle una ronda por los bares colindantes. Cuatro horas después, fue detenido por la policía municipal mientras conducía de regreso a su casa, tras una persecución iniciada por la denuncia de unos viandantes a los que estuvo a punto de atropellar. En el atestado se indicaba que el detenido conducía hablando por su teléfono móvil –al parecer estaba llamando a otros amigos y familiares para hacerles partícipes de la buena noticia- y cuadruplicaba la tasa máxima permitida de alcohol en sangre, según el análisis que se realizó a petición del interesado, que violentamente amenazaba a los agentes con responsabilidades de todo tipo por semejante atropello.

Es evidente que la lectura del párrafo que antecede nos lleva a poner en duda la veracidad y exactitud del título y del primer párrafo del artículo. El nacimiento del niño y su celebración por el padre pueden ser la causa última de su procesamiento, pero no se le juzga por festejar su paternidad, sino por conducir temerariamente y bajo los efectos del alcohol.

Del mismo modo, a Baltasar Garzón no se le ha abierto juicio hoy en el Tribunal Supremo por investigar los crímenes del franquismo ni por buscar la reparación de la memoria de las víctimas. Se le imputa haber llevado a cabo una instrucción judicial a sabiendas de que carecía de competencia para ello, como él mismo reconoció en su auto de inhibición. Se le censura por haber dilatado tal instrucción con maniobras artificiosas y diligencias estériles, como las encaminadas a certificar la defunción de Franco y otras autoridades de su régimen (cualquier estudiante de Derecho sabe que los hechos notorios no precisan prueba). Se le atribuye haber realizado todas esas actuaciones con conocimiento de la ausencia de amparo legal, por muy buenas que fuesen sus intenciones, las cuales por cierto tampoco son objeto de juicio. Se le reprocha, al fin y al cabo, haber desviado el poder –enorme- del que está legalmente investido para un fin ajeno a aquellos para los que tal potestad le fue otorgada. Esos son los términos de la acusación, que ni comparto ni combato. El magistrado Garzón tiene derecho a la presunción de inocencia.

Desconozco cuál será el resultado del juicio -si es que lo hay, puesto que puede ser anulado en caso de que se acoja alguna de las cuestiones previas planteadas por la defensa- pero tengo claro que si se celebra y recae una sentencia condenatoria, no lo será por el objeto de su investigación (la represión durante la dictadura) sino por los hechos que se le imputan, es decir, dictar una resolución judicial injusta a sabiendas o con manifiesta ignorancia de la ley. Y si dicha sentencia llegase a producirse, en nada estaría deslegitimando las reclamaciones de las asociaciones para la recuperación de la memoria histórica ni las de las víctimas del franquismo.

El Tribunal Supremo, como todo tribunal de justicia, dicta resoluciones que no son satisfactorias, cuando menos, para una de las partes en litigio. Pero esta alta magistratura de nuestro sistema, con jurisdicción en toda España, es el órgano jurisdiccional superior en todos los órdenes, así consagrado por el artículo 123 de la Constitución y, como en cualquier país que se precie de tener un sistema de libertades digno de tal nombre, es una pieza esencial para la garantía del ejercicio de esas libertades por parte de los ciudadanos.

Por eso resulta enormemente preocupante que la legitimidad del Tribunal Supremo y, por ende, de toda nuestra arquitectura constitucional, sea puesta en cuestión públicamente, especialmente por parte de quien fuera Fiscal Anticorrupción o por parte de diputados electos, actitud únicamente comprensible, pero no justificable, por su adscripción a la extrema izquierda más dogmática y sectaria cuyos modelos de inspiración no han sido ni serán nunca las democracias parlamentarias. A estos elementos procede recordarles que ya la Constitución de Cádiz, cuyo bicentenario celebramos, establecía que “la potestad de aplicar las leyes en las causas civiles y criminales pertenece exclusivamente a los tribunales y ni las Cortes ni el Rey podrán ejercer en ningún caso las funciones judiciales, avocar causas pendientes ni mandar abrir juicios fenecidos”.

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Juan Carlos Olarra

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