Mi mujer me esperaba en casa muerta de miedo. Acababa de escuchar en Hora 25 a Luis Rodríguez Olivares, el mejor narrador de noticias de la radiodifusión española. Olivares contaba que un grupo de pistoleros de extrema derecha, armados hasta los dientes, se había llevado por delante a cinco abogados en un despacho de la madrileña calle de Atocha. Me aguardaba con el alma encogida, temiéndose una noche de cuchillos largos. “Buscaban a Navarro, pero se han liado a tiros con todos los que estaban allí…una carnicería” –me informó angustiada-. Lentamente me preguntó: “¿Ese Navarro es el que tú conoces?”. Respondí a la gallega: “¿Le han matado?”. Ella contestó con la voz quebrada: “Todos los muertos son abogados, pero se han llevado al hospital a cinco personas más con heridas gravísimas”. Poco a poco nos fuimos tranquilizando, con la oreja pegada a la radio.
Los sindicatos de clase, ilegales todavía ese día de enero de 1977, hace ya 35 años, aprovecharon las últimas elecciones sindicales convocadas por la dictadura para presentar camuflados a sus militantes más cualificados y controlar de esta forma la Organización Sindical. Cuando se enteraron de la maniobra, decenas de miles de “enlaces”-que se así se llamaban a los representantes de los trabajadores en el sindicato vertical- se transformaron en dirigentes obreros. Sobre aquellos cimientos, un tanto endebles, se edificó el sindicalismo democrático.
Yo era entonces un jovencito comprometido, estudiante de periodismo y empleado de una compañía multinacional de transporte de mercancías. Una mañana se me acercó el director, un gigantón alemán llamado como el que fuera canciller del imperio germano, cansado de dar tumbos por el mundo y un experto en gestionar empresas en todo tipo de regímenes políticos. Von Bismark me advirtió con cierta sutileza: “Llevo toda mi vida negociando con sindicatos fuertes, pero ustedes, aquí y ahora, se juegan mucho más que la jornada intensiva, los complementos o un aumento de sueldo, ustedes deben elegir entre empujar el cambio o reventarlo y terminar todos en la cárcel”.
Y así fue como viví muy de cerca la preparación de aquella huelga en el sector del transporte, la militarización de los colectivos decretada por el gabinete de Adolfo Suárez, las asambleas en los pabellones de la Casa de Campo, disueltas a culatazos por la Guardia Civil y el protagonismo de Navarro.
La matanza de Atocha me conmovió profundamente. Aquellos abogados se jugaban la libertad y su carrera profesional por cuatro perras. Mientras los forenses practicaban las autopsias a los letrados asesinados, Martín Villa y Osorio negociaban con el PCE el lugar donde se instalarían los féretros y las condiciones del homenaje popular que se pretendía rendir a los fallecidos. Fue una lección de concordia, respeto y responsabilidad. Cientos de miles de personas despidiendo en la calle los restos mortales de Francisco Javier Sauquillo, Enrique Valdevira, Luis Javier Benavides, Serafín Holgado y Ángel Rodríguez. Tampoco debemos olvidar los nombres de los que sobrevivieron: Miguel Sanabria, Alejandro Carbonell, Luis Ramos y Lola González Ruíz.
Bueno será que aprendamos todos de la Historia. La situación por la que atraviesa España reclama que los sindicatos, la patronal y el Gobierno acuerden soluciones y esfuerzos comunes. Ahora no se trata de salvar la democracia, como entonces, se trata de salvar el futuro.
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Fernando González