Alfredo Pérez Rubalcaba y Carmen Chacón están ya en capilla. Algunas llamadas de última hora y poco más. El trabajo ya está hecho: se han pateado España recorriéndose la mayoría de las agrupaciones socialistas y tengo por seguro que han logrado hablar con la inmensa mayoría de los delegados. Un esfuerzo proselitista encomiable. Lo que no sabemos todavía, y me temo que muchos compromisarios tampoco, es qué tipo de partido pretenden y qué ideas nuevas aportan a un proyecto centenario.
Fue en 1974. Los socialistas que militaban clandestinamente en España, amparados aún en alias sencillotes, jubilaron a la vieja diligencia exiliada en el destierro voluntario, tan alejada de la transformación social y política vivida en España desde la década de los años sesenta. Ocurrió en Suresnes, un pequeño pueblecito cercano a París. Venían principalmente del País Vasco, Asturias y Andalucía. Proponían, con el apoyo del carismático Ramón Rubial, tantos años encarcelado, a Nicolás Redondo. Las discrepancias entre la vieja guardia, heredera de la Segunda República, la poderosísima Federación de Euskadi y los más jóvenes reformistas, procedentes mayoritariamente del sur, se saldó con un compromiso al que llamaron el “pacto del Betis”, que colocó a “Isidoro” -Felipe González- en la secretaría general del PSOE.
Ya en Madrid, un par de años después, observado aún con cautela por la “dictablanda”, González se abrochó bien la camisa y con el apoyo de Guerra, el mejor fontanero de nuestra historia contemporánea, el respaldo de Willy Brandt, el pope de la socialdemocracia europea y De Mitterrand, el último emperador republicano de Francia, encendió los motores de la nueva maquinaria socialista. González quería para el PSOE el protagonismo que la historia había reservado al PCE.
González trabajó mucho. Guardó en el baúl de los trastos viejos el republicanismo marxista, la revolución frentista y la intransigencia anticlerical del viejo PSOE. Convirtió el partido en un fuerza socialdemócrata asumible por todos, obrerista, redistribuidora de la riqueza y defensora del cambio pacífico y concertado. Hizo más aún: acogió en el PSOE a otros partidos que se proclamaban socialistas y dejó tan malherido al PCE que terminó recluido en una esquina del congreso. Tuvo que pasar por el calvario de un congreso extraordinario y convocar una consulta popular para meternos en la OTAN, pero acabó gobernando España cuatro legislaturas consecutivas.
Las urnas retiraron a González y propiciaron el turno aznarista. Pepe Bono era el destinatario de la antorcha, llegó incluso a probarse el traje de secretario general, pero ganó Zapatero. Por un puñado de votos, pero ganó. Salió investido y Guerra apuró el vaso de la venganza guardado desde que Bono le traicionó. Zapatero expulsó a los felipistas del paraíso y enchufó a los suyos. De los que se iban sólo quedó Rubalcaba y entre los que entraron estaba Carmen Chacón. Paradojas de la vida. A partir de ese momento el PSOE sería un partido radical y reformista, destinado a la clase media librepensadora y con planteamientos economicistas liberales.
El PSOE se ha quedado sin alma, desterrado en el infierno del desastre electoral. Ha dejado de ser un partido de masas y apenas suma ya 200.000 afiliados, una quinta parte de los que llevan el carnet del PP en el bolsillo. Y por si esto fuera poco ha perdido cuatro millones de votos en el último envite. Sería bueno para la estabilidad democrática y constitucional que los delegados acierten y elijan un buen líder, decidan qué tipo de partido quieren y aprueben un proyecto de izquierdas renovado, con soluciones progresistas viables y factibles que sirvan para arrinconar la terrible crisis que padecemos. Sólo tienen dos días para animar el cuerpo inerte del PSOE.
Estrella Digital respeta y promueve la libertad de prensa y de expresión. Las opiniones de los columnistas son libres y propias y no tienen que ser necesariamente compartidas por la línea editorial del periódico.
Fernando González