No se pueden confundir los términos “formación”, “enseñanza” y “educación”. Tal como los utiliza el artículo 27 de la Constitución, educar es una expresión genérica -“todos tienen derecho a la educación”-; la enseñanza tiene como objeto el proporcionar conocimientos; y la formación supone la transmisión al individuo de unos criterios determinados de índole cívica, urbana, religiosa, ética, etc.
Los responsables fundamentales de la formación son los padres y la familia; los de la enseñanza, los centros docentes. Y la labor formativa deben completarla estos centros en la línea marcada por los padres, a cuyos efectos establece el texto constitucional citado que “los poderes públicos garantizan el derecho que asiste a los padres para que sus hijos reciban la formación religiosa y moral que esté de acuerdo con sus propias convicciones”.
Estamos ante un precepto constitucional que reconoce un derecho y garantiza su ejercicio. Y nos encontramos -llevamos años encontrándonos- ante una legislación estatal, y también ante una jurisprudencia, que han hecho todo lo posible por reducir a la nada ese derecho. Es decir, por violar la Constitución. Y señalo dos puntos en que tal afirmación se apoya y se demuestra por sí sola: la asignatura “Educación para la ciudadanía”, y la asignatura de “Religión” en las enseñanzas primaria y media.
Nada tengo contra la “Educación para la ciudadanía” en sí misma, salvo que es una asignatura de todo punto inútil: darles a los niños buenos consejos y orientaciones cívicas no requiere una asignatura, y enseñarles la Constitución carece de sentido cuando no saben nada de Derecho ni están en edad ni de comprender el complejo mundo de las leyes ni de entender los muchos problemas que el texto constitucional plantea. Pero eso no ha sido lo que ha convertido a esta “Educación” en una bomba incrustada en el sistema educativo para volatilizar el derecho de los padres a elegir la formación moral de sus hijos. La materia fue concebida justamente para esto: para que, por encima de la voluntad paterna, los hijos aprendiesen la moral que el Estado les quisiera proporcionar; para que adquiriesen los criterios éticos que el Gobierno considerase que mejor podían destrozar todo atisbo de formación religiosa; y para contrarrestar toda posible eficacia de la enseñanza familiar y escolar de la Religión. Y a esa finalidad respondieron los programas oficiales, los libros aprobados al efecto y, en cuanto se pudo lograr, los profesores.
Naturalmente, tal plan y tal propósito había de corresponderse con la inutilización en toda la medida de lo posible de la enseñanza escolar de la religión. Ya el propio hecho de transmitir a los alumnos el contenido antirreligioso de la “Educación para la ciudadanía” había de ser un arma poderosa en este sentido. Era además preciso que esta materia fuese obligatoria para todos; siendo voluntaria la enseñanza de la Religión, se podía tener una doble seguridad: los que no quisiesen una enseñanza moral determinada recibirían siempre la propia del Gobierno, lo que supone una clara burla al precepto constitucional que no permite imponerles a los padres criterios éticos no elegidos por ellos; y los que sí quisiesen una formación religiosa para sus hijos, habrían de ver cómo a éstos se les contradecía en un aula lo enseñado en otra. Sembrar cizaña siempre puede dar algún resultado.
Añádase que la asignatura “Religión” quedó reducida a un papel del todo secundario en las estructuras académicas, minimizada por completo en los planes de estudio, privada de los instrumentos docentes reconocidos y concedidos a las demás materias; que se la privó de toda fuerza curricular, no contando ni para el expediente, ni para la obtención de becas…; y que, para desanimar a los alumnos a la hora de elegir esa enseñanza, se la situó en las peores horas lectivas y se procuró hacer lo más atractiva posible -incluso deportes, cine, artes, diversiones- la materia alternativa ofrecida a quienes no quisiesen cursar la “Religión”.
Y no paró aquí. 55.000 objeciones de conciencia se han planteado contra la obligatoriedad de cursar la “Educación para la ciudadanía”; y la respuesta ha sido considerar que los estudiantes que no querían cursarla o no pasaban curso, o tenían una materia pendiente que pesaba en sus expedientes, o cargaban con una remora en sus estudios… Y, por otro lado, siendo obvio que para ofrecer formación religiosa es imprescindible que el profesor viva en coherencia con lo que quiere transmitir -pues de lo contrario se puede enseñar religión, pero no dar la formación religiosa deseada por los padres-, había que buscar profesores que no cumpliesen este evidente requisito; profesores que puedan enseñar, pero no formar. Y así se ha procurado privar a las diversas jerarquías religiosas competentes del derecho a designar a los maestros capaces de formar; unos pretendidos derechos del docente a la estabilidad en su puesto de trabajo han servido al poder público -gobernantes y jueces- para burlarse del verdadero derecho que aquí existe, el establecido en el artículo 27 constitucional.
Todo esto no se puede sostener por más tiempo. Y no basta con suprimir una asignatura; es preciso revisar todo el sistema si se quiere que los derechos constitucionales no sean puras entelequias.
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Alberto de la Hera