El ministro de Justicia es el único que ha discurrido una fórmula para generar trabajo. Sin embargo, no han de alegrarse de ello los albañiles, ni los dependientes de comercio, ni los maestros, ni los periodistas, ni los mecánicos, sino solo, aunque mucho, los notarios, a quienes Gallardón pretende compensar de lo poco que dan fe últimamente en la cosa inmobiliaria invistiéndoles de una dignidad híbrida y rentable: mitad curas, mitad jueces. La última fantasía del exalcalde de Madrid, la de facultar a los notarios para casar y descasar a la gente, no es que se corresponda con el desbordamiento de los juzgados por un súbito alud de parejas ansiosas de uncirse al yugo conyugal, lo que justificaría tanto la habilitación de los notarios como oficiantes matrimoniales, como la habilitación de los pescadores, de las modistas o de los porteros de fincas urbanas, pues, en puridad, cualquier persona honrada puede dar fe, incluso sin cobrar nada, sino que parece corresponderse, sin más, al gusto que tiene el ministro de echar un cable a los notarios, cuyos ingresos han mermado considerablemente desde que estalló la burbuja inmobiliaria, y ya no son, como antes, tan descomunales. Pobres notarios.
Pero la gente es muy convencional, o muy chinche, y no ha recibido con el menor alborozo la solidaria y genialoide pretensión del ministro. Hay quien dice, la derecha católica, que con eso se paganiza y se trivializa aún más la sacrosanta institución del matrimonio, y hay quien arguye, la izquierda laica y jacobina, que semejante enormidad es un jalón más en el proceso privatizador de todo lo habido y por haber, y que sería una aberración constitucional y jurídica poner en manos de un particular la sutil y transcendente regulación de un divorcio, sobre todo cuando hay hijos menores cuyas necesidades y derechos pueden verse afectados por él. Sea como fuere, Ruiz Galardón parece dispuesto a dar, desde su nuevo cargo, lo mejor de sí mismo. De momento, eso sí, sólo a los notarios.
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Rafael Torres