Al letrado Mario Pascual Vives, abogado del Duque de Palma, nadie puede negarle su apabullante singularidad. Educado, cortés, flemático, amable con los medios, cultiva una imagen «naif» sorprendente. Diríase, oyéndole hablar de su cliente, que o bien es el abogado de oficio de un choricillo de poca monta, o que al tal Urdangarin se le imputa tan solo la comisión de alguna irrelevante gamberrada. Lo último del pintoresco letrado, que si su cliente ha hecho algo «incorrecto» lo reconocerá, pedirá disculpas y asunto concluido, le sitúa en cabeza de la lista de los abogados más extravagantes.
Pudiera ser, no obstante, que este Mario Pascual Vives sea bastante más espabilado de lo que parece. Sabedor de que el juicio sobre el exjugador de balonmano se desarrolla, a dos bandas, en sede judicial y en la calle, y que en ésta la gente alucina con las presuntas habilidades del imputado para arramblar con cuanto euro se le ponía a tiro, intenta desviar el foco hacia su persona para devolver una imagen descargada de la mendacidad de los delitos posiblemente perpetrados por el consorte de la Infanta Cristina, y que se extractan en uno, en el de robar a dos manos a la gente. El abogado, que también andará preparando su defensa ante los tribunales con sujeción a las normas y a las convenciones procesales, pretendería cubrir así, con esa manera de ser y decir que tiene, el otro flanco, más duro de roer probablemente.
Pero, a propósito de la Infanta Cristina, crece en esa calle que tanto teme Pascual Vives el asombro ante el hecho de que no haya sido llamada a declarar, ora como testigo, ora como imputada, cuando sí lo están siendo todos los empleados de Noos, hasta el chico que llevaba los cafés. Co-propietaria de Aizoon, empresa instrumental del entramado, no se comprende que la justicia no haya reparado aún en la responsabilidad que, solo por serlo, le alcanza. O sí se comprende, que es peor.
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Rafael Torres