He leído con aplicación y paciencia el texto del decreto regulador de la reforma laboral y no consigo encontrar los estímulos que puedan provocar un descenso del paro. Nada me gustaría más que la evolución de la coyuntura me enmendara la plana, les juro que rectificaría toda la argumentación en poco más de un segundo. Lamento coincidir con los analistas que pronostican el despido de miles y miles de trabajadores con contrato indefinido y comparto la desazón y el miedo que embarga a tantas familias, temerosas de perder el sosiego procedente de una estabilidad laboral que creían blindada.
El gobierno de Rajoy ha desprecintado un agujero negro muy peligroso del que pueden salir miles de empresas dispuestas a abaratar los despidos, justificándose en un descenso de los ingresos o en la descompensación de sus balances. Quién ha mantenido las cifras de negocio que registraban antes de la crisis. Ni las compañías más poderosas, incluidos los bancos más saneados, han logrado mantener las cuentas de resultados apabullantes que publicaban hace menos de cuatro años. Apoyándose en la nueva ley podríamos volver a las andadas del reajuste de plantillas y entonces que la dinámica económica nos coja confesados. Nos queda aún la garantía protectora de la judicatura laboral, la única instancia que podría acotar o anular los despidos procedentes por razones objetivas. Tendríamos entonces que cargar sobre las espaldas de los jueces y los abogados laboralistas la responsabilidad añadida de convertirse en expertos economistas y enfrentarse a los tiburones financieros crecidos en las turbulentas aguas de la arquitectura contable. Mal asunto.
Todos aquellos que mantienen el empleo deben cambiar de filosofía y adaptarse a la nueva cultura del tajo: temporalidad, movilidad funcional y geográfica, jornadas de cuarenta horas repartidas en todo tipo de horarios, liberalismo comercial sin reglas ni trabas y convenios endebles y coyunturales.
En España hay muchísimos empresarios que invierten su dinero, empeñan su patrimonio y se dejan la vida en el despacho. Crean riqueza y dan trabajo, manteniendo a los empleados sin importarles la edad o la fecha del contrato. Hay también desaprensivos, demasiados desgraciadamente, que cuando se embolsan el beneficio cierran el chiringuito “y si te he visto no me acuerdo”. Les invito a que visiten el arranque de las autovías que parten de Madrid y otras capitales españolas. Yo conozco muy bien la de Toledo. De madrugada, cientos de temporeros esperan sin ocultarse a que se acerque una furgoneta y un mal nacido les traslade al polígono industrial más cercano, donde trabajarán por un salario de miseria. Estos patronos miserables, propietarios de negocietes saludables, forman parte también del tejido productivo de una España sin tradición empresarial. Cuidado con ellos.
Espero y deseo que ahora, por lo menos, se beneficie a la chavalería mendicante de empleo. Hay contratos reglamentarios por un tubo: temporales, formación y prácticas, a tiempo parcial, prorrogables hasta la treintena y a prueba por un año sin indemnización alguna. Y si es posible, que se coloque también algún parado de larga duración o que haya rebasado ya los cincuenta años.
El ala más dura del gabinete, con De Guindos a la cabeza, a puesto en marcha ya recortes presupuestarios paralizadores de la actividad en el sector público, un saneamiento de las cuentas de las entidades financieras que ya está retirando mucho dinero del mercado y una legislación laboral “extremadamente agresiva”. Seguramente era necesario y no seré yo quien diga lo contrario. Me pregunto, sin embargo si había que hacerlo todo al mismo tiempo y sin un consenso político que limara las aristas más radicales y limitara alguno de los efectos más dolorosos. De Guindos sabe que si no apadrina medidas que reactiven la economía real, sus tres reformas nos conducen directamente a la recesión. Al menos que no se produzca el milagro de Fátima… Báñez.
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Fernando González