El congreso del Partido Popular está demostrando fidedignamente la capacidad euforizante del poder. En Sevilla solo se ven sonrisas, palmadas en la espalda y abrazos por doquier. La lucha por hacerse con los puestos de privilegio en la dirección del partido existe, pero es soterrada y discreta. Las propuestas de contenido político, como la de renunciar a las esencias cristianas en su definición, o la de suavizar los «castigos» a los corruptos, no han sido más que cortinas de humo para despistar. A muchos responsables del PP lo que de verdad les preocupaba es el desmedido afán de poder de María Dolores de Cospedal. No quería a nadie que le hiciera sombra en la sede de Génova y exigió a Rajoy, posiblemente recordándole lealtades y favores en 2008, que la dejara sola para organizar el partido en su ausencia. ¡Qué peligro!
El más consciente de la jugada ha sido Javier Arenas. Pese a verse (por fin) con un pie al frente de la Junta de Andalucía, mira con resquemor el imparable auge de la presidenta de Castilla-La Mancha, que pretende salir del Congreso de Sevilla como la «sucesora» de un Rajoy que «vive en el lío» de la crisis económica.
A Cospedal Toledo se le queda pequeño. Ya ha colocado a todos sus fieles, ha hecho los recortes a las bravas, para demostrar que no se asusta ante la contestación ciudadana, y prepara su camino a La Moncloa por si Rajoy se quema en el intento de dar gusto a Merkel y arreglar el drama del desempleo, que va para largo.
Curiosamente ha sido la propia Cospedal la que se ha opuesto al nombramiento de un coordinador, alegando que no había encontrado el perfil adecuado para el cargo en ninguno de los dirigentes actuales. ¿Y el pobre Esteban González Pons, que tantas declaraciones extemporáneas ha hecho para que ella pudiera ofrecer una imagen de ponderación?
Rajoy, con una especial sensibilidad desarrollada frente a las maniobras de los suyos, ha defendido que su mano derecha, la imprescindible Soraya Sáenz de Santamaría, forme también el núcleo duro del PP. Alejada hasta ahora de Génova, por su función en el grupo parlamentario, es de las pocas personas de las que el presidente del Gobierno se fía sin reservas.
En honor de multitudes, alabado, respetado sin discusión, Rajoy debe contemplar esta unanimidad de Sevilla recordando cuan distinto fue el último congreso de su partido en Valencia donde las deserciones y las conjuras a punto estuvieron de acabar con su liderazgo.
Las alegrías presentes no son más que la consecuencia del triunfo electoral y la capacidad del ganador de repartir cargos y prebendas asociadas al poder. Desde su escepticismo debe el líder del PP no olvidar que Zapatero vivió citas de gloria y ahora todos le niegan. Dado que el congreso se celebra en Sevilla, tan cercana a las bellas ruinas de Itálica, no estaría de más rememorar el poema: «Estos, Fabio, ¡ay dolor!, que ves ahora/ campos de soledad, mustio collado/ fueron un tiempo Itálica famosa».
Victoria Lafora