Para combatir el paro no se necesitaba una reforma laboral, sino trabajo. Es decir, puestos de trabajo, sitios donde trabajar. Semejante aseveración puede parecer, y lo es, una perogrullada, pero también algo de difícil comprensión para el Gobierno, a menos que este haya preferido contentar a sus amigos empresarios antes que a los trabajadores sin empleo con esa su reforma laboral que más parece un clasista ajuste de cuentas. Habría bastado que el Gobierno del Partido Popular usara de su gran influencia con los empresarios para recuperar unos cuantos cientos de miles de empleos. ¿Cómo? Muy sencillo: devolviendo a los talleres y a las fábricas españolas el trabajo que se llevaron a Asia porque allí la mano de obra, técnicamente esclava, les salía por dos perras gordas y podían ganar más dinero.
Estos empresarios españoles al parecer tan afectos al PP, esos de la CEOE que se derraman cada día en declaraciones groseras y ofensivas para los trabajadores, no se caracterizan, no, ni por su talento empresarial, ni por su responsabilidad social, ni por su gusto por reinvertir los beneficios a fin de crear más riqueza de la clase que puede ser compartida y disfrutada por todos. Como para el policía Moreno los estudiantes de bachillerato, para ellos el trabajador parece ser «el enemigo», tanto más odioso y despreciable cuanto necesario como portador de la plusvalía que necesitan extraerle. De ese mefítico aroma viene impregnada la reforma laboral del señor Rajoy, cuya pretensión de crear trabajo no se compagina con su potencial y real capacidad para destruirlo.
No hace falta ser un lince para comprender que el trabajo no se crea dando facilidades para despedir a los que lo conservan, ni otorgando al empresario poco menos que derecho de pernada sobre sus trabajadores, ni animando a éstos a irse a Laponia si al señorito le da por poner allí un restaurante o cualquier cosa. La reforma laboral del gobierno, lejos de estimular la creación de empleo, estimula a los empresarios, pero no, qué pena, para crearlo.
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Rafael Torres