En la misma medida en que, tras morir Franco, la figura de los franquistas quedaba cada día más patética, la persistencia de los garzonistas, una vez falladas las tres causas que tenía pendientes, comienza a resultar bastante rara. El juez Marchena consideró que había prescrito un delito de cohecho impropio, al recabar fondos a bancos que tenían causas en su juzgado. Es decir, consideraba que el juez no había actuado de manera honorable. Y de las otras dos causas, de una ha sido absuelto, al suponer que hizo mal, pero no hubo prevaricación al atribuirse una jurisdicción que no le correspondía en el asunto de los desaparecidos de la guerra civil, y, por último, ha sido apartado durante 11 años de su condición de juez, porque autorizó escuchas a los abogados en las conversaciones que tenían con sus defendidos en la cárcel, una manera de cargarse el derecho a la defensa, parte básica, junto a la independencia de los jueces, del Estado de Derecho.
El New York Times no va a salir en defensa del juez Garzón por ello. Más aún: el importante caso Gürtel, en Estados Unidos, habría sido tan dañado en la instrucción por las escuchas, que semejante chapuza habría puesto a los delincuentes en la calle. Por eso mismo, ahora que nadie puede confundir una inculpación procedimental con una persecución de franquistas, el hecho de contemplar a tanta gente inteligente y presumiblemente alfabeta defender que los jueces pongan micrófonos a los abogados cuando preparan la defensa, a ver si se enteran de algo más, me parece tan inverosímil, como si, en aras de la persecución del delito, se pidiera torturar un poco, no mucho, dejarle sin dormir y esas cosas, vendarle los ojos, meterle en un coche y decir que lo vas a matar, aplicando la ley de fugas, pequeñas presiones para ver si el tipo confiesa algo más. Garzón no era muy pesado: simplemente vanidoso, instruía chapuceramente y se saltaba las normas. Pero los que son unos pelmazos auténticos son los garzonistas.
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Luis del Val