Una multitud ha vuelto a recorrer las calles españolas secundando la condena de la reforma laboral y los recortes presupuestarios. El miedo generalizado no está imponiendo la resignación popular, aunque a muchos se nos encoja el corazón cuando miramos el futuro más inmediato. Por el momento, la crispación y el radicalismo se reduce a pequeños grupos de alborotadores incendiarios camuflados en los aledaños de la protesta, por más que algunos se empeñen en sumarles a la inmensa mayoría de ciudadanos pacíficos y responsables. En esta ocasión también se gritaba a favor de la huelga general, pero esta es otra historia.
Se ha consumado el segundo partido de una confrontación que se disputa en campos distintos. El primero se jugó en el Congreso de los Diputados y el centro derecha lo ganó con suficiencia. Presentó y convalidó la reforma laboral con más votos de los necesarios. La puerta ha quedado incluso entreabierta por si fuera necesario introducir alguna modificación, técnica o política, en la tramitación del proyecto de ley. El otro encuentro se despliega en la calle y en los centros de trabajo. Es el escenario lógico elegido por los sindicatos para presionar al gobierno de Rajoy y conseguir una dulcificación de la normativa. Ambos procedimientos son democráticos y constitucionales. Discrepo pues con todos aquellos que condenan la actividad combativa de los agentes sociales, amparándose en la voluntad soberana de la ciudadanía manifestada en el Parlamento. Tan respetable es la capacidad gubernamental de ejecutar sus promesas electorales aprobándolas en la cámara como el derecho a discrepar y manifestarse contra las leyes citadas. Afortunadamente existe la libertad de opinar, de oponerse a los reglamentos y de expresarse en público, sea contra la reforma laboral o contra la ley del aborto.
Tampoco entiendo bien a ciertos jeremías interesados en relacionar las protestas callejeras con el deterioro de la imagen de España en el exterior. Todos hemos visto a millones de franceses desfilar repetidamente por las avenidas de Francia, empeñados en cargarse las medidas del Presidente de la República. Recientes están también las marchas de los británicos contra los ajustes de Cameron y las movilizaciones masivas de italianos indignados con la ineptitud bochornosa de Berlusconi. Todavía recuerdo a los disciplinados alemanes manifestándose masivamente en defensa del medioambiente y contra los planes energéticos de expansión nuclear apadrinados por los conservadores germanos. Tampoco es una novedad ver a los dirigentes sindicales europeos y a los líderes de las organizaciones agrarias y ganaderas de media Europa ocupando Bruselas, mientras se debate acaloradamente nuestro futuro en el Parlamento Europeo o en las instituciones comunitarias y ahí tienen ustedes, tan campantes, las primas de riesgo, las deudas soberanas y los impresionantes déficits del Reino Unido, Francia o Alemania.
Las democracias burguesas tienen sus reglas y sus ritos, también los contrapesos populares originarios, en buena parte, del mejor sistema de libertades conocido. Es algo asumido con normalidad por todos. Sólo en las dictaduras o en los regímenes autoritarios se demoniza primero, y se reprime después, a los que se manifiestan pacíficamente respetando la convivencia ciudadana y las leyes. Así de claro.
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Fernando González