La quiebra de la cohesión social en Europa ha sacado de los establos de la historia al jinete negro de la violencia. El motorista asesino de Toulouse es una prueba más de lo que escribo. A lomos de su cabalgadura, oculto el rostro bajo el visor del casco, armado hasta los dientes
y con una pequeña cámara colgada del cuello, ha aterrorizado a la población de esta ciudad francesa. Le culpan de la muerte de tres militares galos de origen magrebí y de cuatro civiles, tres de ellos niños. La matanza se desarrolló en los jardines de una escuela religiosa de la comunidad judía. Cuentan que uno de los muertos, una niñita indefensa, recibió un tiro en la espalda. Corrió herida para escapar del tiroteo, pero no lo consiguió. El pistolero motorizado agarro a la pequeña del pelo rematándola a quemarropa. Un tipejo frio y sanguinario. Un
sujeto xenófobo y antisemita. Un terrorista iluminado.
El verano pasado, otro individuo, contaminado por el mismo bacilo, vikingo de pura raza educado en los mejores colegios nórdicos, se llevo por delante a un centenar de personas en Noruega. Se llama Anders Breivik y espera juicio en una celda de aislamiento. Colocó en pleno centro de Oslo dos coches cebados de explosivos, para hacerlos saltar por los aires y matar a todos los que pasaran por allí. Después se embarcó con destino a la islita de Utoya. Vestido de gendarme la emprendió a tiros con la muchachada socialista acampada en aquel lugar tranquilo y boscoso. Iba reuniéndoles en pequeños grupos y después acababa con ellos. Una carnicería horrorosa. Supimos después que odiaba a los emigrantes, defendía la pureza de sangre de los noruegos, militaba en las creencias luteranas más rancias y consideraba enemigos a los que no pensaban como él. Actuó pues en consecuencia con su apestosa ideología.
Este tipo de matones no son más que la espuma de un caldo de cultivo tan indigesto como peligroso. Las dificultades económicas, el desempleo y la mezcla de razas y religiones acobardan a muchos europeos del Norte y del Sur. Tienden entonces a encerrarse en el refugio, atrancar las puertas y olvidarse de los que se quedan fuera. En ese ambiente enrarecido y claustrofóbico crecen los salvadores radicales y algunos extremistas que se aventuran a salir fuera para ajustar las cuentas a todos los que ellos consideran culpables.
La última vez que visité Paris pude comprobar que ya no había árabes ni gente de color en Pigalle o en Montmartre. Pregunté por ellos y me contestaron que ahora vivían en barrios nuevos levantados en las afueras de la capital. Algo similar ha pasado en Londres y en otras ciudades europeas. Tantos y tantos guetos en nuestra Europa. Tantos y tantos trenes vigilados, repletos de repatriados de vuelta al Este. Tantos aviones cargados de fracasados vitales y esperanzas muertas que regresan al infierno original. Tantos, tantísimos parados en el viejo continente y muchos, demasiados, profetas de la cantinela repetida de las desventuras presentes y por llegar.
Libertad, democracia, integración y justicia social parecen los elementos esenciales para encerrar en la cuadra del pasado al jinete negro de la violencia.
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Fernando González