El día de la poesía llegaron el frio y la nieve. La primavera, o al menos la imagen que tenemos de ella, quedó aparcada. No es que el tiempo climatológico tenga mucho que ver con el tiempo del pensamiento aunque si, al parecer, con el de las emociones. Lo dicen los científicos y los médicos. Los poetas celebran la poesía algo más que un día al año. Celebran y conmemoran en cada verso la belleza que hay tanto en las emociones como en el mundo abierto en el que vivimos. No se quedan atrapados en el calendario o en la resistencia feroz de las circunstancias: las sobrepasan, las atraviesan. Como un disparo, el tacto imposible de una rima se superpone a la realidad efímera de un instante: lo golpea, lo atraviesa, lo desmenuza en un juego en el que las palabras actúan con la precisión exacta, y éstas se desenvuelven con la ligereza y la soltura de un crepúsculo, un amanecer, una noche de estrellas, una primavera…
Pero la poesía no es sólo un ejercicio de poetas que componen obras bellas a partir de sus recursos emocionales y de una visión idealizada, construida con sus pensamientos. La poesía también es el arte que proviene de los impulsos de la tristeza, del abandono a los sentimientos, de la caída libre de las sensaciones que impregnan la razón, la lógica, el entendimiento racional de lo que sucede, desnaturalizándolas. Porque la poesía es, sobre todo, un refugio. Un refugio en el que las luces y las sombras bailan en direcciones opuestas o se entrecruzan creando imágenes inaccesibles para el ojo que no mira, que no siente a partir de la hermosura. La poesía es, al fin y al cabo, el refugio de la elocuencia en un sueño de palabras. Y es también, paradójicamente, el refugio de la razón cuando esta sufre la arbitrariedad, el sectarismo y la insoportable tara del fanatismo.
En los tiempos que corren, la poesía naufraga en la abundancia de otras cosas: malas noticias, mala economía, mala política, por citar tres baluartes del despropósito nacional. Vivimos bajo el paraguas de la intolerancia a la inteligencia, el desprecio a la individualidad divergente o el encumbramiento de la vulgaridad de las cuatro reglas, el atavío insulso de la inteligencia programada; vivimos bajo la dominación de las inclemencias que surgen de la simplicidad, la simplificación y la simpleza, espejos similares de una misma mirada: la única permitida, la que anula el talento personal, la que fotografía a los seres humanos como parte terminal de un propósito colectivo, negando el derecho a la disidencia, la rebeldía, la oposición por principios, el cuestionamiento por sistema, la inteligencia, ésta sí, creativa, constructiva, independiente y magnífica.
La poesía es nuestro refugio acosado, aquel en el que podemos encontrar el alivio a la torpeza, el punto de fuga frente a la necedad de lo correctamente admitido, la vía de escape de la inmensidad de la nada, esa en la que también naufragamos como personas. No es el tiempo ni del talento, ni el de la creatividad, ni el momento de la belleza. Estamos encadenados a la idea falsaria de que la verdad es como es y de que hay que actuar como se actúa: la receta hueca de la supervivencia. Nos desvanecemos en la niebla de la memez, la tontería, en el auge de los bobos y la lapidación de la libertad. Esa es la herencia que hoy atesoramos; aprendimos en la escuela a sumar, restar, dividir y multiplicar, a recitar el abecedario y a citar los ríos de Europa. Nos morimos desde que nacemos y además nos empeñamos en matarnos: los dones más maravillosos son los de la diversidad, la curiosidad, el ingenio, la imaginación, el talento. Nos ahogamos en la inercia, el seguidismo, la uniformidad, el acatamiento, la impostura de una falsa autonomía, cuando no somos más que apéndices, unos más afortunados que otros, todos residuos de lo que debimos ser.
Se extinguen los poetas en el abismo de la mediocridad. España se pudre al pie de una encina centenaria, estrangulada por las ramas de un olivo envejecido. Nos deshacemos sin impulso, nuestras obras son de hormigón, nuestro amor es de manual de estilo, nuestra ilusión es un proyecto de otros. No somos nada más que polvo y ceniza, la ceniza del puro que otro se ha fumado llenándonos de humo. Ni a la izquierda ni a la derecha hay más luz que la de los filamentos incandescentes de unas bombillas. Estamos en manos de los que estamos y por todos lados, que nadie se engañé más de lo imprescindible, por eso cada vez nos cuesta más respirar. Vivimos destartalados, y la grima nos mata poco a poco. Llevamos casi una década soñando con dormirnos y despertar de la pesadilla, agobiados por la indolencia.
Ya no queda ni poesía, ni belleza, ni poetas, ni pintores, ni literatura, ni escritores, ni música, ni músicos: el talento es una herida en el corazón del sistema. Y por ella se desangra.
Pobre España. También en el día de la poesía: el siguiente será, sin duda, el día de autos.
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Rafael García Rico