Encogido por el relente que se colaba por las esquinas, paseaba el Viernes Santo por las callejuelas de Toledo. Parecía que el invierno había vuelto. La noche acentúa la belleza enigmática del caserío toledano y transporta el espíritu a otros tiempos de encuentros furtivos. Repentinamente, muy cerca de la Catedral, en el pasaje llamado del Locum, me sorprendió el redoblar cercano de los tambores. Bajé la cuesta con la precaución a la que obliga un suelo empedrado y resbaladizo. El ruido rítmico y metálico de la tamborada se fue confundiendo con el clamor sordo de las gentes apiñadas frente a una de las puertas del templo. ¡Ya sale!
Apenas veía algo. Se hizo el silencio y la orquestina atacó los acordes del himno nacional. Empinándome sobre las cabezas de los espectadores más próximos pude admirar la talla de una Virgen, dolida y sola, recortada sobre la negrura nocturna, en un paisaje enturbiado por el humo de los velorios. Presidía un túmulo cuajado de cirios encendidos. Parecía flotar sobre la nada y maniobraba sutilmente para franquear indemne el portalón. La música transformó la procesión en un desfile. Un turista, de acento americano, me preguntó: “¿tocan la marcha de España?”. “Es la costumbre” – contesté- . Me retiré de allí con la extrañeza del visitante en la cabeza.
España es una Nación laica, dotada de una Constitución que establece claramente la separación entre el Estado y la confesionalidad de sus ciudadanos. Aquí, sin embargo, seguimos mezclándolo todo. Rendimos honores militares a los Santos y a la Eucaristía paseada por las calles, como si fueran autoridades de otro estado. Permitimos que unidades castrenses desfilen en las procesiones, luciendo sus uniformes reglamentarios que nos representan a todos, católicos o no. Algunos alcaldes y ciertos presidentes y presidentas de comunidades autónomas ocupan un lugar de honor en los ceremoniales religiosos. Los sepelios de las fuerzas armadas y el homenaje a los caídos se cierran siempre con rezos católicos. La iniciativa de separar eficazmente la Iglesia del Estado debería partir de ambas partes. Al poder civil le obliga la Constitución y a la Iglesia el testimonio de Cristo. “Al Cesar lo que es del Cesar, y a Dios lo que es de Dios”, dijo Jesús. Detenido y juzgado, Jesús se defendió con rotundidad: “mi Reino no es de este mundo”. Los españoles parecemos empeñados en emparentar los Evangelios con los mandamientos terrenales y la figura del Crucificado con la capacidad de gobernar a los hombres.
No ha sido está mi única reflexión pascual. Miles y miles de hombres y mujeres de Dios sostienen cada día la Asamblea de Cristo. Están muy cerca de los más necesitados, cuidan de los enfermos, escuchan y atienden a los ancianos y conviven con el desarraigo social. Existen también algunos prelados que aprovechan la menor ocasión para fustigar con fiereza a los que no comparten sus planteamientos .Vuelven a confundir las leyes emanadas de la voluntad del pueblo con las obligaciones morales exigibles a sus seguidores. Rebusco en sus homilías los mensajes redentoristas de la misericordia y del perdón, pero no soy capaz de encontrarlos. Solo injerencias en el libre albedrío del prójimo.
Los pasos de la Semana Santa han vuelto a encerrarse en las iglesias y los políticos han regresado de buena mañana a sus despachos. Cada uno en su casa y a lo suyo, como debería ser.
Fernando González