Me gustaría equivocarme, pero el agrupamiento populoso y asambleario de jóvenes indignados y airados, todos aquellos que parieron el 15-M, me parece ahora un movimiento en declive. La efervescencia intelectual, la inquietud inconformista, la ansias infinitas de cambiarlo todo, las manos unidas para enterrar lo viejo y la catarata de ideas que manaba hace un año de la fuente de esa juventud indómita, informada y sin horizontes, se ha ido agotando con el paso del tiempo, como si el invierno, tan frío y tan seco, tan demoledor para tantas seguridades concertadas, hubiera secado el caño de las ilusiones.
Los árboles han rebrotado y enverdecido nuevamente, y con la voluntad alumbradora de las causas nobles, los más tozudos y resistentes de la muchachada que ocupó la Puerta del Sol han vuelto a levantar las tribunas de las discrepancia con lo establecido y han intentado resucitar la algarabía de propuestas que sorprendieron al mundo y contagiaron a otras gentes en otras plazas, tan distantes como parejas. También ellos fueron capaces de moverse en un teatro paralizado por el desmoronamiento repentino de una forma individualista, insolidaria y despilfarradora de entender la vida. Se ha repetido el esfuerzo, que pretendía ser mimético de lo original, pero que a este escribidor le ha parecido un tanto forzado, una especie de copia en blanco y negro de lo que fue un estallido de contrastes y colores.
Hubo una generación de españoles que se reunió también en asambleas, se asoció en las fábricas y en los tajos, se vinculó firmemente en las asociaciones de barrio y en las parroquias obreras, que militó clandestinamente y que, fundamentalmente, se olvidó de las terribles matanzas civiles que asolaron España desde mediados del siglo XIX hasta bien entrado el siglo XX, para certificar la defunción de la dictadura y construir una España civilizada y democrática, donde todos conviviéramos en paz, con nuestras ideas y nuestro pasado a cuestas. Es cierto que tuvieron la simpatía y el apoyo de la comunidad internacional, avergonzada de consentir durante tantas decenas de años la última dictadura en Europa. No quieren colgarse medallas en la solapa, pero lo hicieron francamente bien. El salto cualitativo y social que ha dado España en los últimos años está a la vista de todos. Lo tuvimos más sencillo que los activistas del 15-M, aunque lo que acabo de escribir parezca una paradoja. El espacio geográfico en el que se luchaba era el nuestro y los objetivos, aprendidos en tantas visitas a los países vecinos, tan meridianos como conquistables: se trataba de ser como ellos.
Seguramente hemos cometido muchos errores, eso es obvio, y es muy probable que debamos corregir bastantes desafueros y dinamizar la participación de los ciudadanos en las instituciones, pero proponer el derribo general de lo conseguido, como si viviéramos en un país bananero, me hiere por injusto y frívolo. Los líderes del 15-M lo tienen más complicado. Combaten en un mundo globalizado donde los mercados internacionales operan con facilidad y gozan de refugios blindados, formamos parte además de un club comunitario en el que entramos libremente, que nos ampara y nos protege, pero que nos deja un margen de autonomía muy reducido. Competimos, y ellos lo saben muy bien, en un universo repleto de economías emergentes, donde la dignidad humana no tiene valor. Ganar aquí sin cambiar el entorno no sirve para nada.
La historia, sin embargo, nos enseña que los jóvenes han sido muy capaces de modificar el paisaje. Lo hicieron en Praga, en Budapest, en París, en el Reino Unido o en Estados Unidos. Son muy capaces de repetir la hazaña, pero no tengo tan claro que el 15-M sea el instrumento necesario para hacerlo.
Fernando González-Estrella Digital
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