Esa noche terminé mi turno en el restaurante especialmente cansada. Era jueves y los grupos de amigos que quedan para cenar se habían multiplicado por tres. Con desgana cogí el metro, como siempre, mientras enumeraba las cosas que tenía pendientes en mi día libre. Y así estaba yo, con la cabeza llena de tareas domésticas, cuando noté que me miraban.
Por pudor sólo levanté la vista unos segundos. Era un chico algo mayor que yo, con los ojos claros, y una camisa de cuadros. Me miraba. No dejaba de hacerlo ni siquiera cuando yo le devolvía el gesto. Empezaba a incomodarme cuando fue acercándose a mi lado. El vagón iba a rebosar y se colocó detrás de mí. Un minuto después, sus manos estaban sobre mis caderas, abriéndose paso entre la ropa. El barullo era tanto, que nadie se daba cuenta de que su pecho y mi espalda estaban pegados. Sus dedos recorrían cada centímetro de mi torso. Los vaivenes del metro los aprovechaba para aferrarse a mí. Notaba cómo su sexo quería traspasar los tejidos que separaban su piel de mi piel.
Cuando quiso desabrochar el cinturón de mis pantalones, lo paré. Mi mano derecha, agarrada a uno de los asideros del vagón, me resbalaba por el sudor. En ese momento no pude más y, como pude, tiré de él. Salimos del metro sin mirarnos, intentando disimular. Pero duró poco. Doblamos una esquina y en la oscuridad de un portal de un bloque, sin mediar palabra, me dio la vuelta. “Ahora sí me dejarás”, dijo. Y, sin darme cuenta, sus dedos entraron en mí. Ya no era su mano. Era la mía. Le guiaba por mis rincones. Toda yo era un mar de placer. Mis rodillas temblaban, apenas podían soportar el peso de mi cuerpo. Me faltaba el aire.
Con la poca voluntad que me quedaba, me volví hacia él. Se perdió en mis pechos. Rozaba mis pezones, duros, dispuestos para su saliva. En ese momento, la voluntad no existía. Mi mundo giraba en torno a sus manos, que seguían resbalando en mi interior y su boca, que derretía mi pecho como los terrones de azúcar desparecen en el café.
Los dos queríamos más, pero el desconocido retrasaba el instante. Al llegar, por fin, sus ojos se volvieron a cruzar con los míos. Como había pasado un rato antes, en el metro. Sentir su sexo dentro de mí fue completarme. Me embestía con fuerza. Allí, en la oscuridad, en mitad de la noche, yo me dejaba hacer. Nuestros cuerpos encajaban como las piezas de un reloj. Precisas. Perfectas. Estábamos a punto de llegar…
La alarma del móvil interrumpió mi sueño. Eran las ocho de la mañana. Había que arreglarse para coger el metro.
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El Rincón Oscuro