viernes, octubre 4, 2024
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Insurrección bajo las sábanas

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Sobre las sabanas blancas aún permanecía el reguero de su presencia. Mientras, yo fumaba. No había más color que un blanco inmaculado ni más ruido que el de un televisor encendido en el salón. Aquella tarde, habíamos encontrado la fusión perfecta al mismo tiempo que habíamos desmitificado las limitaciones a la movilidad del cuerpo humano. Durante dos horas, las leyes de la física quedaron en entredicho y la biología y sus misterios se tiñeron del aroma del deseo, la magia de la pasión, el fuego ardiente de los cuerpos incendiados sin control.

Le amé, y él me amó. Lo desnudé con la mirada y mis manos le quitaron la ropa hasta dejarlo tendido sobre el lecho. Desabotoné su vergüenza y agité con dureza su virilidad contra mi pecho. Lo poseí como había soñado hacerlo, mientras él apenas se limitaba a gemir y suspirar, unas veces acobardado por mi ímpetu y otras porque era incapaz de controlarse. Hasta que se dejó llevar por la fuerza de mis manos habilidosas, mi cuerpo atento para pegarse al suyo, mi boca ardiendo junto a su boca y nuestros cuerpos girados en sentido contrario, buscando la felicidad del deseo cumplido con nuestro sexo, nuestras manos, nuestras lenguas.

No hubo control ni quería que lo hubiera. Por un instante pensó que nunca podría parar aquella agitación, aquél pulso enloquecido, el vértigo de mis latidos chocando contra su pecho mientras mis pechos le acariciaban la espalda con fuerza.

-Cállate,- le dije, cuando quiso hablar. -Escucha, le dije, cuando se llevaba las manos a la cabeza para taparse los oídos-, Aquí mando yo y tú no tienes voluntad, y si crees lo contrario mírate, como estás a punto de explotar, como en vez de encogerte todavía te agrandas: como eres incapaz de dominarte.

No tenía voluntad. Al menos su cuerpo no la tenía y yo me aproveché de ello. Y no porque fuera mala, sino porque había llegado mi momento. Estaba harta de la timidez sonrosada, de la boquita de fresa, de la caricia discreta, del qué encanto de nena, que chica tan maja, que bien sabe estar. Había llegado la hora de hacer lo que me apetecía, sin miramientos ni vergüenzas.

-Ahora me toca a mí-. Y deslicé mi cuerpo sobre el suyo, me empotré en él con la misma fuerza piadosa que él esgrimía en público contra mí. Esa superioridad masculina que tanto le agradaba delante de sus amigos – Ahora mando yo ¿Te gusta?-.

Pero  él solo podía apretar los dientes, cerrar los puños con fuerza mientras su cara enrojecida parecía que iba a estallar, incapaz de hablar, incapaz de gritar, incapaz de contenerse… En el instante preciso, hice el movimiento perfecto, gradué la fuerza suficiente, articulé mi verbo más explicito y él ya no pudo más. Se fue agitado entre temblores.

Dejó sobre las sabanas blancas el reguero de su incontinencia masculina, mientras a mí aún me quedaban segundos, minutos, horas de placer. Primero con el sexo, luego recordando lo fácil que es domesticar la física, atrapar la biología con la pasión y dominar el mundo con el leve movimiento de la lengua, la suave caricia de las manos y la abrupta profundidad que se abre cuando el juego de piernas es un acto de maestría.

No había más color que un blanco inmaculado y el ruido de un televisor en el salón. Él se había ido sin saber exactamente qué era lo que había pasado, sin saber muy bien si me había hecho el amor o si había perdido para siempre la virginidad que aún le quedaba.

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El Rincón Oscuro

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