jueves, octubre 3, 2024
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Mojada sobre la hamaca

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Cuando llegué al chalet para las vacaciones, lo primero que hice fue ir al jardín. Desde el porche, se veía el de la casa de al lado. Cerca de la piscina había una hamaca llena de cojines que invitaba al descanso.

Al minuto, apareció ella. Mi vecina. Llevaba un blusón de seda semitransparente. Estaba mojada. Como si hubiera salido de la piscina y se dispusiera a dormir la siesta. Fresquita y a la sombra.

Al tumbarse, me miró de soslayo. No podía dejar de mirarla mientras me excitaba. La boca se me secaba. El pellizco bajo el estómago. La erección abriéndose paso.

Empezó a mecerse lentamente. Flexionó las rodillas y con la mano derecha comenzó a acariciarse los muslos. La suave brisa hacía que el blusón se llenara de aire. Aire que entraba por las aberturas y le recorría la piel. Estaba morena y sólo llevaba puesta la parte de abajo del bikini. Mientras su mano derecha iba acercándose a su sexo, con la otra se tocaba el pecho. A través de la tela de su blusa se entreveían sus pezones. Duros, respondiendo a sus caricias.

Mis  ojos estaban fijos. Inmóviles. Los suyos, lascivos, provocadores. «Mírame», me decían. La hamaca seguía meciéndose y sus manos se adentraban en ella. La poseían. Igual que la poseía yo con la mirada. Su espalda se curvaba, víctima del placer, a cada golpe de sus dedos.

Me levanté. Recorrí los pocos metros que separaban su jardín del mío. La tomé por la cintura. La eché en el suelo. Le quité la ropa. Toda ella temblaba de placer. Alzó las manos sobre su cabeza y yo las agarré con fuerza. Inmovilizándola. Mientras, le acariciaba los pechos. Le mordía los pezones. Ella bailaba al son de mis dedos. Bajaban por la cintura, por el ombligo, por sus piernas, que se encogían al llegar al lugar donde se juntan. Al llegar a su sexo noté que estaba muy húmeda. Mi mano se hundió en ella. Quise darle más placer que el que ella se estaba dando sola minutos antes. Gemía.

Cuando estaba a punto de llegar al orgasmo, paré. «Por favor, por favor», susurraba. Se soltó las manos para seguir ella sola. No la dejé. Sus ojos me miraban. Suplicantes.  La penetré. Profundamente.  Se retorcía y jadeaba. Los ojos en blanco, se mordía los labios. Lo que hacía que también se los quisiera morder yo.

A cada una de mis embestidas, nos excitábamos más. Entraba y salía. Sus uñas se clavaban en mi espalda. El dolor me provocaba más placer. Le di la vuelta. Se apoyó sobre sus rodillas y lo hicimos por detrás. Mi mano derecha se fue al clítoris. Mis dedos trazaban círculos y lo apretaban. No podía dejar de tocarla. Su cuerpo empezaba a sacudirse con espasmos y el mío lo acompañó. 

Terminé encima de ella. Con mi pecho sobre su espalda. Nuestras respiraciones se ralentizaron hasta calmarnos. Al darse la vuelta, me dijo: «Me llamo Sol, ¿cuánto tiempo te quedas?». «Todo el verano», le respondí. Y me sonrió.

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El Rincón Oscuro

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