viernes, octubre 4, 2024
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España reunida e improductiva

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Dado que la gravísima situación de crisis en la que nos encontramos obliga a revisar en profundidad todos los fundamentos de nuestra economía a fin de tratar de ganar en productividad, no es mal momento para reflexionar sobre la afición que existe en el ámbito empresarial y profesional español (también en el político) a celebrar reuniones para casi todas las cosas, entusiasmo que es inversamente proporcional a la utilidad y eficacia de tales cónclaves, cuya muestra más sublime suelen ser los consejos de administración.

En primer lugar hay que plantearse la propia necesidad de reunirse. Si tenemos en cuenta las enormes posibilidades de comunicación telemática simultánea, de transmisión de información y de intercambio de pareceres que la tecnología nos ofrece, llegaremos a la conclusión de que casi el 80% del las reuniones que se celebran en el entorno empresarial son perfectamente prescindibles. Por si se plantea alguna duda, basta que una nube de cenizas impida los vuelos comerciales en una determinada área geográfica durante unos días para que se cancelen numerosas reuniones programadas sin que ello afecte sustantivamente al funcionamiento ordinario de las empresas.

Centrándonos ahora en aquellas reuniones imprescindibles, debemos considerar algunos elementos de puro procedimiento que hacen que dichas asambleas no sean eficientes. Por una parte está la programación temporal. En España, en general, las reuniones tienen hora de inicio (aunque la puntualidad manifiestamente mejorable) pero rara vez tienen hora programada de finalización. No puede concebirse mayor despropósito que ese ¿Se trata acaso de hablar hasta caer desmayado? La productividad se mide como rendimiento del trabajo en el tiempo, por lo que una actividad profesional sin un marco temporal definido tiende a productividad cero. Una reunión sin hora de finalización prevista anuncia una portentosa pérdida de tiempo (y por lo tanto de dinero). Otra cuestión procedimental esencial es el orden del día (ahora los cursis lo llaman agenda). Evidentemente el número de asuntos a tratar en una reunión debe ponerse en función del tiempo programado y del número de asistentes. Si pretendemos abordar diez cuestiones en una reunión de una hora con cinco asistentes, cada uno tendrá un minuto por asunto. Hagamos siempre este cálculo y, si es preciso, ajustemos la duración o, seguramente mejor, descarguemos el orden del día.

Un aspecto fundamental es la fijación de los objetivos. Determinado que es necesario celebrar una reunión y acordado el orden del día y el marco temporal, es imprescindible saber qué se pretende obtener con tal ejercicio. Y si el objetivo no está definido o la respuesta es difusa, lo mejor es que la reunión se posponga, ya que en otro caso se convertirá en un mero hablar por hablar. También es esencial determinar el tiempo que los asistentes a una reunión tienen que dedicar a su preparación, puesto que tiene que ser normalmente mucho más del que se dedica a la propia discusión. En España en multitud de ocasiones las reuniones son ejercicios de improvisación que dan lugar a poco más que ocurrencias.

Y por último nos falta pedagogía en cuanto a la actitud con que se debe afrontar una reunión. Muchas veces vamos a escucharnos a nosotros mismos antes que a ser escuchados. Estamos más predispuestos a discutir que a debatir. Y lo que es peor, en numerosas ocasiones lo que se pretende con la reunión es dejar constancia de lo que uno ha dicho a los demás, a cuyo efecto sería más eficiente y económico dirigir una comunicación escrita.

En síntesis, dado que estamos enormemente necesitados de mejorar nuestra eficacia y nuestra productividad, hagamos extensivos los recortes a las reuniones. Parafraseando a Emilio Aragón, menos charla y más trabajar.

Juan Carlos Olarra-Estrella Digital

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Juan Carlos Olarra

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