Si agredir a un guardia es un acto radicalmente reprobable y sujeto a punición, que un guardia agreda a un ciudadano debería ser, además de eso, merecedor del máximo reproche moral, social y penal. Concurren en este hecho, repetido en los últimos días por las calles de las ciudades españolas en el curso de las manifestaciones populares contra las rapiñas y las sevicias del Gobierno, varios agravantes: número, fuerza, desproporción, ensañamiento, alevosía y, a menudo y de alguna manera, nocturnidad. Pero lo que convierte en absolutamente intolerables esas escenas de antidisturbios lastimando ancianas, a adolescentes y a transeúntes es, aparte de la humillación y de las lesiones de los apalizados, el hecho de que unos servidores del orden contribuyan a subvertirlo de esa manera. Podrá argüirse en descargo de la Policía que se trata de excesos puntuales, pero el exceso es algo que jamás puede consentirse a quienes, custodios armados de la seguridad de sus semejantes, acometen a los ciudadanos en su espacio natural, la calle, mientras usan de sus derechos básicos.
Los grises, la Policía Armada de la tiranía franquista, no se andaban con dibujos: para ellos, el opositor al régimen y el manifestante eran como, en el gimnasio, el saco para el boxeador, de suerte que su concepto del orden público consistía, sin más, en brumarles las espaldas con ese arma de ataque que llaman «defensa». Se supone, aunque observando la deriva autoritaria del Gobierno sea mucho suponer, que los grises ya no son grises no sólo porque hayan cambiado de color, sino también de actitud, de función y de filosofía, obedeciendo ésta a las normas democráticas de respeto exquisito al ciudadano, aun al que se manifiesta airadamente contra los abusos del poder. Entre amagar una carga, que es lo que pueden y deben hacer los antidisturbios para evitar destrozos en el mobiliario urbano por parte de algún provocador o exaltado, y cargar violenta e indiscriminadamente contra los manifestantes, media un abismo, el mismo que media, por cierto, entre saber y no saber, querer y no querer, hacer bien el trabajo.
Las calles arden de indignación contra el Gobierno y sus decretos antisociales, y es de esperar que quienes han de apaciguarlas no concurran con actitudes inflamables.
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Rafael Torres