Si en las monarquías las naciones se heredan como si fueran fincas de recreo o bienes inmuebles, y la cosa les parece a algunos tan normal, ¿qué inconveniente podría haber, piensan esos algunos, para que los cargos públicos se hereden también, sin el refrendo del engorroso paso por las urnas? El Partido Popular, aunque no sólo él, está bien abastecido de esos «algunos», que aprovechan la fragilidad de nuestra democracia, y el propio modelo de la institución monárquica que tanto contribuye a su debilidad, para pasarse los cargos de postín como los relojes de bolsillo con leontina dorada de abuelos a padres, y de padres a hijos, bien que en el caso que nos ocupa prescindiendo, a veces, del parentesco familiar.
Mariano Rajoy, todavía presidente del Gobierno, fue designado candidato a las elecciones de 2004, a dedo, por Aznar, circunstancia de la que sólo nos puede consolar el hecho de que el otro delfín o futurible era Rodrigo Rato. Es cierto que Rajoy tuvo que esperar un poco para recoger enteramente la herencia de su mentor, pues las urnas se empeñaron una y otra vez, obstinadas, en estorbarle su disfrute, pero el método se ha ido perfeccionando para eludir esa contingencia, y Ana Botella e Ignacio González, actuales alcaldesa y presidente de Madrid respectivamente, han podido heredar sus cargos tranquilamente, sin que para ocuparlos les haya tenido que votar absolutamente nadie. Lo de Ana Botella, esposa de Aznar, cantó mucho, pues recibió la vara al poco de que la hubiera obtenido para sí Gallardón, pero lo de González también canta lo suyo, para qué nos vamos a engañar.
Tenemos, pues, a un presidente del Gobierno que no necesitó que le votara nadie, ni un triste comité, para ser el candidato de su partido a la presidencia del Consejo de Ministros, a una corregidora de la capital de España que está ahí porque así lo quiso su antecesor en el cargo, que no las urnas, y a un presidente de la Comunidad de Madrid colocado ahí por la recién dimitida Esperanza Aguirre, amiga suya de toda la vida. Es la democracia hereditaria. Un imposible, una «quimera», hecha realidad.
Rafael Torres – Estrella Digital
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