Cuando ayer a las ocho de la tarde se cerró la puerta de Castel Gandolfo y la Guardia Suiza se retiró de la misma, se puso punto final a lo que es -esta, sí- una decisión histórica. Después de más setecientos años, un Papa, Benedicto XVI toma una decisión tan revolucionaria como llena de humildad. Con ochenta y cinco años a sus espaldas, una salud frágil y la certeza -como él mismo dijo- que las fuerzas se le acababan, Benedicto XVI ha optado por el silencio. Detrás de la puerta que ayer se cerró el Papa ya emérito, se encontró de lleno con lo que deseaba: el silencio de Dios. Tachado de conservador ha dado un paso revolucionario y considerado por muchos «un gran y soberbio intelectual», Benedicto XVI ha dado una lección de humildad al mundo. A los humanos corrientes y molientes nos asusta la vejez, nos cuesta asumir que nuestro cuerpo pierde fuerzas, que el paso del tiempo hace mella en nuestro rostro y en la elasticidad de nuestras piernas. Con el paso del tiempo sabemos más, pero podemos menos y por mucho que sepamos nada nos deprime más que vernos limitados. Nos irrita el crepúsculo de nuestro propio esplendor. Nos asusta la vejez y tememos la muerte y quizás por ello tendemos a engañarnos, de tal manera que nada cuesta más que saber irse a tiempo.
Benedicto XVI toma una decisión tan revolucionaria como llena de humildad
Benedicto XVI, con cabeza privilegiada, asume de manera pública y humilde que ya no puede más. Aseguran muchos que se ha ido por los problemas internos de la Iglesia. Los hay y muchos pero ha sido su crepúsculo físico y la clara conciencia de sus limitaciones físicas y no el miedo a tomar decisiones -ha tomado muchas y muy difíciles- lo que le ha llevado a retirarse del mundo. No le volveremos a ver. No va a ser un «jarrón chino», sino un hombre silencioso y anónimo, alejado del ruido y los ruidos.
Este Papa, que nunca quiso serlo, ha escrito una página en la historia de la Iglesia que merecerá, sin duda, un capítulo especial y grandioso en la historia general de la institución más antigua del mundo. Confieso que me ha conmovido. La ancianidad, como la infancia, me conmueven, pero cuando la ancianidad se asume con lucidez, con humildad y valentía solo puede provocarme admiración y este último y gran gesto de Benedicto XVI me ha conmovido y me ha admirado. Ha sido su gran homilía. Su mejor Encíclica.
No va a ser un «jarrón chino», sino un hombre silencioso y anónimo
Ayer, probablemente, haya sido su última imagen. Lo que sí es seguro es que nunca más oiremos su voz y, salvo que lo deje por escrito, nos quedaremos sin saber qué sintió cuando escuchó cerrar la puerta, cuando dijo adiós al ruido, cuando sintió, de verdad, que una nueva vida comenzaba para él. Sería interesante saber cómo se escucha, cómo suena el silencio misterioso de Dios. Un sacerdote amigo que siempre ha vivido en el ruido terrible de la pobreza me sugiere que no me empeñe. «El silencio de Dios solo se escucha, solo se entiende cuando estás con Él. Cuando renuncias a preguntar por qué». El misterio, sin duda, existe.
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Charo Zarzalejos