Inevitablemente ha venido a mi cabeza este calificativo cuando me he enterado de que Margaret Hilda Thatcher había fallecido. Porque sólo como representante de una cuota se puede comprender el acceso de esta hija de un tendero a la máxima responsabilidad de gobierno de su país.
La cuota de la dignidad inexistente en una nación resignada que se había rendido hacía décadas al que parecía ineludible destino de su decadencia, con esa mezcla de autocompasión y complejo de culpa que la propaganda progre era especialista en difundir.
La cuota de una outsider al sistema que lo tenía todo para no llegar a ninguna parte
La cuota de una outsider al sistema que lo tenía todo para no llegar a ninguna parte: mujer, de clase media baja, sin tradición política, sin apoyos intelectuales y ni periodísticos y sin el soporte de los grupos feministas, que veían antes en ella a una tory que a una mujer de talento y coraje.
La cuota de los defensores de la libertad frente al oprobio de la dictadura comunista que atenazaba a más de media Europa (o medio mundo, para ser más precisos) y que, a diferencia de la otra cara aberrante del socialismo (el nazismo) no había salido derrotada sino vencedora en la espantosa contienda mundial, lo que a muchos llevó a confundir ese infame sistema con la libertad que perecía en sus entrañas.
La cuota de quienes entienden y defienden que la voluntad popular expresada en las urnas debe prevalecer sobre la imposición de grupos de interés y castas que sólo atienden a su propio beneficio y que creen que la fuerza silenciosa de quienes trabajan, votan y cumplen con sus obligaciones puede verse violentada por la algarada callejera, la amenaza, la extorsión y el pillaje.
La cuota de los que consideran que la integridad territorial y el derecho de los ciudadanos a vivir libre y pacíficamente debe ser defendida con igual convicción aunque tales ciudadanos sean escasos en número y vivan a miles de kilómetros de distancia.
La cuota de aquellos que saben que un gobierno democráticamente elegido no cede a la presión de los terroristas, ni cuando estos se inmolan en una huelga de hambre ni cuando te intentan matar volando el hotel en el que celebras la convención de tu partido.
Un Gobierno democráticamente elegido no cede a la presión de los terroristas
La cuota de quienes entienden que no se pueden construir realidades supranacionales con base en el voluntarismo y sin ningún esfuerzo. Que no existen arcadias de monedas únicas sin fronteras si no es a cambio de una cesión casi total de la soberanía nacional que no se puede llevar a cabo sin consultar el titular de dicha soberanía, que no es otro que el pueblo.
La cuota, en fin, de aquellos que ponen sus principios y convicciones por encima de su particular y calculado interés y que están dispuestos a perder el poder por una conspiración de partido (no por el rechazo popular expresado en las urnas) antes que incumplir una promesa electoral impopular como era establecer un impuesto municipal para hacer conscientes a los ciudadanos del coste de algunos servicios «gratuitos» amablemente provistos por las autoridades locales.
Así, como representante de todas estas cuotas, accedió al poder una mujer única a la que no sólo el Reino Unido, sino toda Europa y el mundo entero le deben tanto. Recuerdo sus vibrantes intervenciones parlamentarias, cuando todavía la televisión no tenía permitido el acceso a los Comunes. La precisión y contundencia con la que encadenaba las palabras resonaba nítidamente por encima de la algarabía propia de las bancadas separadas por las líneas rojas de la alfombra. Una mujer que se dedicó en cuerpo y alma al servicio a su país durante una apasionante etapa de la Historia, dedicación que ella misma decía vino facilitada por la propia distribución del nº 10 de Downing Street en el que, al igual que para sus padres cuando ella era niña, la casa está encima de la tienda.
Desde la profunda admiración, respeto y gratitud, descanse en paz
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Juan Carlos Olarra