La defensa del acceso universal a la educación, concebida ésta como servicio público pero también como derecho individual de la persona, ha sido tradicionalmente en nuestro país una de las principales señas de identidad de la izquierda. Es por ello que la derecha siempre ha considerado el desmantelamiento de este pilar fundamental de nuestro ya maltrecho estado del bienestar, como uno de sus prioritarios objetivos estratégicos. Una voluntad política con profundas raíces ideológicas que estaría al servicio de un supremo interés de clase por garantizar que el perfil de las élites (sociales, políticas, económicas, financieras o mediáticas) responde fielmente a la necesidad que tienen de reproducirse y seguir manteniendo un determinado status quo. Unas élites destinadas a escribir el relato intelectual del desigual estado de naturaleza en el que la especie tiene que desenvolverse. Unas élites encargadas de ejecutar los mandatos que traduzcan en práctica política los principios y valores de los que se nutre una cultura presentada como hegemónica e inevitable a los ojos de una sociedad paralizada por el miedo y que se desea inane y acrítica.
La escuela pública queda reducida al gueto y debidamente estigmatizada
Pero son los epígonos patrios, entre los que destacan el señor Wert y la señora Aguirre, adalides ambos del liberalismo nacional inspirado en la peor herencia del aplicado por el dúo Thatcher-Reagan, los que sirven desde el poder a una causa que va más allá de lo estrictamente educativo y, menos aún, académico o curricular. Aquí se ha perpetrado una de las contrarreformas más salvajes que jamás se hayan conocido. Un nuevo cambio normativo que responde de forma descarada a la intención de deconstruir y derribar, a golpe de decreto, cualquier atisbo de equidad en el sistema educativo. Cambios éstos diseñados para acabar definitivamente con todo el potencial igualitario y socialmente cohesionador de un instrumento que, para la izquierda, siempre ha supuesto una de las más importantes palancas de transformación social.
Una educación pública y gratuita para todas y todos, de excelencia y equidad, que garantice la igualdad de oportunidades y una adecuada movilidad social ascendente de los hijos e hijas de las clases trabajadoras y medias. Sectores éstos que, paradójicamente y con gran esfuerzo fiscal por su parte, mantienen lo que queda de un servicio público del que también se benefician las clases más pudientes a través de los fondos que financian la escuela privada.
A la reducción drástica de la inversión y de las políticas redistributivas y de solidaridad que se materializan a través de las becas y las ayudas al estudio, hemos de sumar ahora el masivo despido de profesorado, el desmesurado aumento en los precios de las matrículas y las ratios, así como una generalizada depauperación de la calidad de la educación pública. Todo ello provocado por una firme voluntad de privatizar lo que la derecha considera un gran nicho de mercado, un gran negocio potencial. Una estrategia en la que se incluye la difamación y el público escarnio de maestras y maestros, o un cambio del diseño curricular que no tiene más sentido que el de consolidar una escuela excluyente, en la que con la excusa argumental de la “calidad y excelencia del sistema” se expulse del mismo a quienes no alcanzan el estándar o el listón debido. La experiencia nos dice que, quienes habitualmente son víctimas de dicho argumento, son siempre los mismos: niños y niñas de familias desfavorecidas a los que se les niega el acceso a las oportunidades. La escuela pública queda así reducida al gueto y debidamente estigmatizada. Se consolida un sistema dual donde, además, la atención a la diversidad y la corresponsabilidad de la escuela privada financiada con fondos públicos a la hora de matricular alumnado inmigrante, brillan por su ausencia.
Para la derecha que nos gobierna, la educación se concibe como un bien destinado única y exclusivamente a unos cuantos escogidos
Un sistema donde la desigualdad abarque incluso los ámbitos del comedor escolar, las actividades extraescolares o los espacios de contorno más difuminado donde se desarrollan las dimensiones informales y no formales de la educación. Para la derecha que nos gobierna, lo prioritario respecto a la educación es mantener su función socialmente selectiva. La educación se concibe como un bien destinado única y exclusivamente a unos cuantos escogidos, a los más capaces intelectual y económicamente hablando. Para la derecha, el sistema escolar sólo se entiende como una continua carrera de obstáculos, como un globo que para ascender (en calidad y prestigio) necesitara de soltar lastre hasta alcanzar el cielo. Una carrera cuya función sería la de marginar a los más débiles, la de cribar y filtrar de forma permanente el acceso a la estrecha cima donde conviven quienes necesitan, para optimizar el resultado de sus inversiones, de un sistema de competencia imperfecta. La escuela sería el espacio privilegiado para este tipo de socialización de los infantes, donde anticiparles las dinámicas cooptativas y darwiniana competición con las que se encontrarán en la dura selva del universo adulto. Un espacio más donde mostrar la capacidad para la lucha desde la evidente desigualdad de las condiciones sociales y familiares, así como en el acceso a las armas, los instrumentos y los patrimonios. La escuela se convierte en un escenario hobbesiano de batalla por escasos recursos y limitadas oportunidades en la que siempre se impone el más fuerte y mejor dotado. Así, el mérito y la capacidad quedan desplazados por la herencia reputacional y las más instrumentales habilidades de la sociabilidad, la fluidez de los lazos amicales o la capacidad para establecer provechosos contactos en la esfera de los espacios informales de relación. Y todo ello, como sabemos, no está al alcance de todos.
Y es que la escuela pública y gratuita, garantía de igualdad y relación interclasista entre niños y familias, supone un importante obstáculo para quienes siguen apostando por el beneficio particular de las relaciones endogámicas intraclase o intragrupo. Se apuesta por la uniformidad (incluso lingüística) y la homogeneidad (social, económica y étnica) de las aulas frente a la más enriquecedora y educadora diversidad. A la educación se le despoja de todo aquello que tenga relación con la ciudadanía, los valores o la Historia. Se presenta como sospechoso todo aquel contenido calificable como “político” o “ideológico” en aras de una neutralidad y asepsia que, como vemos, es pura ficción. Porque es precisamente el diseño mismo y la articulación propia de todo el sistema educativo por parte de la derecha el que está trufado de intencionalidad política y sesgo ideológico.
Sin una educación eficaz como palanca redistributiva del poder y las oportunidades, de cambio y transformación social desde la igualdad, no existe libertad real
En la izquierda estamos obligados a reivindicar nuestro modelo educativo y de escuela. Aquel que durante tantos años ha garantizado, por ejemplo, el acceso a la enseñanza superior por parte de quienes, como los hijos de la clase trabajadora, antes siempre habían estado marginados de la misma. Aquel que trabajó por dignificar la Formación Profesional. Aquel en el que la escuela pública de calidad fuera de acceso universal y garantía de promoción y ascenso social de los colectivos tradicionalmente más desfavorecidos. La nuestra es la escuela igualitaria, de las oportunidades, diversa, heterogénea, plural. Una escuela coeducativa, de ciudadanía activa, democrática (con Consejos Escolares fortalecidos) y participativa. Un espacio de laicidad, solidaridad y cooperación. Una escuela inclusiva, de proximidad, que trabaja por la cohesión social y el equilibrio de un territorio, en el seno de un barrio con el que se imbrica y relaciona como un agente más de una amplia red que conforma la ciudad educadora. La nuestra es una educación de todos y para todos, donde la tribu juega un importante papel. El sistema que la izquierda reivindica no enseña sino que educa. De forma integral. Desde la motivación y lo emocional. Ayudando al pleno desarrollo personal de los futuros ciudadanos libres, autónomos, comprometidos y críticos.
Lamentablemente, sin una alternativa al actual estado de cosas, las fatales consecuencias para el futuro del país pueden llegar a ser irreversibles. No se entiende como las palabras pacto o consenso político han quedado relegadas del discurso y las prácticas que nos hayan de ayudar a recomponer un sistema educativo eficaz pero también socialmente rentable y justo. Son precisamente los miembros de la que se denomina “la generación mejor formada de nuestra historia” quienes sufren en mayor grado la precarización de los contratos y la devaluación de unos títulos universitarios sin valor de cambio en el mercado académico y laboral. Porque si hace años se pudo conseguir socializar y democratizar el acceso a la universidad por parte de amplias capas de la población, es desde hace poco que la derecha inicia la contraofensiva clasista de la diferenciación mediante la adquisición de estatus a través de otorgar dicho valor de cambio a los títulos que, desde el ámbito privado (masters, postgrados, especializaciones, enseñanzas de idiomas, escuelas de negocio…) se ofrecen a precios inalcanzables para las nuevas clases medias. Todo con el fin de perpetuar condiciones de desigualdad. Todo con la voluntad de restringir el acceso de la mayoría a los beneficios y privilegios de los que gozan quienes pueden realizar fuertes inversiones, de tiempo y dinerarias, en su propia formación y promoción.
Revertir este proceso debe ser la tarea principal que ocupe a la izquierda de este país. Sin una educación eficaz como palanca redistributiva del poder y las oportunidades, de cambio y transformación social desde la igualdad, no existe libertad real. Se hace del todo imprescindible pasar de las actitudes defensivas a un contraataque en toda regla que sitúe a cada uno en su terreno. Romper el dique y apostar por el abordaje. Liderar la marea cuyo objetivo es, a golpe de oleaje, despejar de brumas el horizonte y abrir otro nuevo. Nos va la vida en ello. Y las de los que vienen detrás.
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