Mi madre nació en un pequeño pueblo, Ateca, a pocos kilómetros de Calatayud. Allí, durante los veranos, aprendí a distinguir una tomatera de un encañado de judías, a bailar, y a deleitarme con los productos de una fábrica de chocolate, Hueso, que en algunas zonas de su parte exterior proyectaba un sugerente aroma a cacao.
La fábrica pasó de manos de sus fundadores a otras empresas multinacionales y ha estado a punto de cerrarse, pero la ha salvado otra empresa de chocolates, Valor, que desde Valencia ha sabido abrirse al mercado exterior en medio centenar de países.
Cito la casuística, no por estar seducido en la nostalgia y el sentimentalismo, sino para constatar que la recuperación de este país no depende del entusiasmo de los emprendedores, sino de antiguos emprendedores que, a lo largo de bastantes años, han convertido pequeños negocios en sólidas empresas, algunas multinacionales como Inditex. El mantra de los emprendedores comienza a irritarme. Es muy loable que dos amigas alquilen un pequeño local y se pongan a esmaltar uñas, o que tres expertos en informática creen una página web con la esperanza de que la flauta de Internet suene por casualidad. Y eso podrá ayudar a que unos pocos miles de ciudadanos no estén en el paro, pero esta exaltación jubilosa, como si de los llamados emprendedores dependiera la recuperación económica del país, es tan absurda como la creencia de los tontos contemporáneos, convencidos de que si el ordenador entra en la escuela, todos los alumnos serán listos de repente.
Son las grandes empresas las que incitan a que los emprendedores creen pequeñas empresas auxiliares, y son plausibles esos autónomos que se arriesgan y prescinden de la nómina, pero a la fábrica de Ateca, de la que depende casi una cuarta parte de sus habitantes, no la han salvado los emprendedores. A otro perro con ese hueso, aunque en esta ocasión sea de chocolate.
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Luis del Val