No he escrito ni una sola línea, hasta hoy, sobre el terrible accidente del Alvia en la silenciosa anochecida de Angrois, tan magistralmente descrita por Alvite. La profundidad de dolor de estas tragedias, el horror que me producen, es una daga que hiere el corazón de la persona mucho más hondamente que la capacidad de análisis del periodista que, imagino, aun llevo dentro. No sé escribir sobre estas cosas. Alguna vez he dicho que a lo largo de mi vida profesional lo más peligroso que he hecho ha sido cubrir la rueda de prensa tras un consejo de ministros. Por eso admiro a tantos compañeros, por eso he preguntado miles de veces a mi amigo Manu Leguineche qué le impulsaba a escribir su crónica matinal de la guerra de turno en hoteles que al atardecer eran pasto de las llamas bombardeados por unos y por otros. He visto las fotos de Gervasio Sánchez, he llorado la desaparición de muchos compañeros y al final sólo encontré una respuesta válida: «Murió dando testimonio de la verdad; fue allí para que nunca nadie pudiera decir que ‘yo no sabía nada'». Y es cierto, no hay disculpas en este mundo urgente y ninguna guerra, ningún desastre nunca podrá ya sernos ajeno.
El error está ahí, acompañándonos siempre
Pero aquí no hubo guerra ni atentados, aquí un tren se desbocó cuando anochecía haciendo añicos la paz de lo que hubiera tenido que ser un festivo 25 de Julio. Y una aldea entera se echó a las vías tras el estruendo maldito. Me han puesto mil veces las imágenes en todas las cadenas, unas imágenes que en ocasiones -en demasiadas ocasiones- eran absolutamente prescindibles. Luego llegaron los reproches, la búsqueda de responsables, la presión por unas informaciones que no pueden darse con prisas, el ranking de los medios que lo hicieron bien y los que lo hicieron mal como si esa carera absurda realmente fuera trascendente frente a tremenda realidad del dolor de todos, y al final la crítica -creo que injusta- de la falta de coordinación para hacer frente a la tragedia. Imagino que esto debe ser así y quiero pensar que los que acusan o denuncian lo hacen desde la buena voluntad y no por razones que no me atrevería a calificar.
Nadie, en estas tragedias, quiere morir ni matar, ni los pilotos de los aviones estrellados ni los maquinistas que entraron a más velocidad de la debida. No les justifico, claro, solo intento decir que el error está ahí, acompañándonos siempre, como también está ahí la responsabilidad posible de que algo fallara o la urgencia de poner en marcha un servicio sin todas las garantías. Todo eso habrá que juzgarlo con serenidad. Pero no es justo hurgar en una herida imposible. ¿Faltó coordinación? ¿Por qué? Cuando han pasado días desde la tragedia es demasiado fácil decir lo que se tendría que haber hecho, pero las cosas no son nunca tan sencillas. Es verdad que cualquier protocolo de emergencia puede y debe mejorarse, pero esa posibilidad no es suficiente para acusar de nada a nadie porque nadie quiere un muerto ni un herido sobre su conciencia. A mí me temblaría el pulso antes de tirar esas piedras.
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Andrés Aberasturi