sábado, noviembre 23, 2024
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Matar a un ruiseñor

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Nunca olvidaré el día que conocí a María. Aún no había cumplido un año y acababa de ser adoptada. Sus padres aunque, tenían dos hijos naturales ya criados, habían decidido, hacía tiempo, adoptar una niña China. El proceso para que viniera España fue largo, complejo y en ocasiones doloroso. Recuerdo con cierto sobresalto el relato pormenorizado que me hizo su padre sobre el momento exacto en que les fue entregada en un lugar perdido de China, un orfanato lleno de miseria y previo pago de una cantidad nada desdeñables de dinero.

Cuando la vi por primera vez era una pequeña enclenque, que apenas se sostenía en pie, a pesar de tener cerca de dos años, y que recogía con sus deditos las migas que quedaban en la mesa, como una especie de obsesión y recordatorio del hambre que debía de haber pasado. Además de ser un saco de huesos traía consigo un cargamento de enfermedades provocadas por la desnutrición que padecía. María, era una niña preciosa prototipo perfecto de su raza: de pelo negro lacio, ojos oscuros rasgados y penetrantes y con una dulzura y un magnetismo que te invitaba a achucharla continuamente. Su historia era similar al de otras tantas niñas chinas, víctimas de la política del hijo único, con la salvedad de que a ella la habían tirado a la orilla de un río para hacerla desaparecer. En el orfanato la llamaban por el nombre del río donde apareció y como fecha de su nacimiento figuraba en la que fue encontrada por un pescador que se apiadó de ella y la llevó a la institución de acogida.

Cuando volví a verla, pocos meses después de llegar a España, María era una niña sana y alegre que caminaba perfectamente y balbuceaba muchas palabras en perfecto castellano. Han pasado los años y hoy es toda una mujercita preciosa, estudiante brillante que cursa segundo año de carrera, un orgullo para sus padres y muy querida por todos.

Estos días, mientras contemplo horrorizada el caso de la pequeña Asunta y constato, una vez más, que la maldad humana no tiene límites, no dejo de pensar que clase de monstruo puede acabar con la vida de una pequeña a la que en teoría pretendían sacar de la miseria y ofrecerle un futuro mejor. Asunta, como María, también fue abandonada en un orfanato de Yongzhou y llegó a España sin haber cumplido un año. Dicen que sus padres Rosario Porto y Alfonso Basterra -detenidos ahora por su asesinato- presumían de que ella era su princesa oriental. A sus doce años era una niña brillante y despierta, que dominaba cinco idiomas, hacia ballet, escribía cuentos, iba una clase adelantada y sería en un regalo del cielo para cualquier familia menos para la suya. ¿Por qué? se preguntan todos. Nada ni nadie puede explicar un caso tan terrible. Da igual los celos de Medea, las miserias ocultas, el dinero o el miedo. Todo da igual para un final tan terrible. Sólo queda recordar, como hacia estos días nuestro compañero Marín Mucha, a Harper Lee, en matar a un ruiseñor». Los ruiseñores no se dedican a otra cosa que a cantar para alegrarnos… No hacen nada más que derramar el corazón, cantando para nuestro deleite. Por eso es pecado matar a un ruiseñor. El desasosiego de pensar en la pequeña Asunta y el terrible pecado de quienes han matado al pequeño ruiseñor, sólo lo apacigua el amor inmenso y la felicidad de la que ha gozado y tendrá siempre la pequeña María. Dos historias similares con finales muy diferentes. Las dos caras del ser humano.

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Esther Esteban

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