Acabo de regresar de un corto viaje por Andalucía. Reconozco que, de cerca, la cosa impresiona más: impresentable todo, si le digo la verdad. Obsesionados como andamos todos con otros problemas territoriales, principalmente el catalán, parece que lo que está ocurriendo en Andalucía tiene una importancia secundaria. Y no es así. No solo porque estamos hablando de la Comunidad Autónoma más grande y populosa de España, sino porque lo que ocurra en Andalucía tiene enorme trascendencia ante cualquier elección política. Y, desde luego, es una comunidad clave por sus peculiaridades, por ser una de las dos de España gobernadas por el Partido Socialista y por ser reflejo y ejemplo de no pocas cosas.
Las redadas practicadas esta semana entre sindicalistas me han parecido simplemente escandalosas
Un mal ejemplo, por cierto, en algunos aspectos. Andalucía ha tenido la mala suerte de haber sido sacudida por un vendaval de escándalos que afectaron a dependencias de la Junta en lo referente a los ERE y, al tiempo, por el mal uso de las subvenciones a los sindicatos, especialmente a la UGT andaluza. Corrupción rampante cuyos últimos responsables aún están por dilucidar, pero que ni ha sido suficientemente explicada ni, desde luego, vigilada por los máximos representantes de la Administración ni de los sindicatos. Impresentable: que pague quien tenga que pagar, y cuanto antes.
Pero hay más: si tengo que decir la verdad, me produce cierta conmoción la instrucción que de toda esta trama corrupta está realizando la juez Alaya. Las redadas practicadas esta semana entre sindicalistas, con gran estrépito y publicidad de los detenidos ante las cámaras de televisión, me han parecido simplemente escandalosas. Especialmente, cuando los encarcelados con tanta alharaca fueron puestos en libertad (con cargos) transcurridas no muchas horas. ¿De verdad era necesario semejante alboroto? Dice Leonardo Sciascia que los jueces tendrían que pasar tres días en la cárcel antes de enviar a prisión a un detenido. En este caso, lamento decirlo, ni había especial peligrosidad por parte de los sindicalistas, ni se corría riesgo de fuga o destrucción de pruebas, y menos aún de repetición de un delito que ni siquiera está probado. La prisión preventiva, simplemente, carecía de justificación.
Espero que el amable lector me comprenda: no disculpo la inaceptable actuación de los responsables de UGT en Andalucía; me indignan sus mariscadas disfrazadas de otra cosa, sus regalos justificados bajo epígrafes menos evidentes. Pero meter en la cárcel a alguien es algo, la juez debería saberlo, muy serio. Claro que, incluso si hubiese sentido alguna simpatía por estos golfantes, me habría desaparecido al ver cómo sus seguidores se agolpaban a las puertas del Juzgado en Sevilla para vociferar insultos del carácter más zafio contra alguien que, sea como fuere, representa al poder judicial y mantiene una actitud de dignidad, aunque uno pueda -y yo lo hago- discrepar de sus métodos.
Lo dicho, en fin: un espectáculo verdaderamente impresentable, y nada me extraña el bochorno generalizado que embarga a la generalidad de los andaluces. De pena; confío en que la nueva presidenta andaluza, que parece estar animada a ello, se esfuerce en cortar de raíz tanta sordidez, que poco contribuye a la ‘marca Andalucía’.
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Fernando Jáuregui