«No lo que hicimos ayer, sino lo que vamos a hacer en el futuro es lo que nos reúne alrededor de lo que se llama Estado». (Ortega y Gasset).
De poco o nada nos sirve el ser la nación más vieja del mundo. Nuestra historia está llena de páginas ilustres, de personajes excelsos, de excesos y de errores. Hemos tenidos tiempos de esplendor sucedidos de tiempos en los que ese esplendor se volvían cenizas. La vida de España, como la de una dama de cierta edad, tiene luces y sombras. No hay que olvidar las sombras, pero nada más estéril que refugiarse en ellas, regodearse en ellas para negarnos a nosotros mismos la alegría y el orgullo de nuestros esplendores que los hemos tenido y muchos.
Nuestra última gesta fue, sin duda, la Transición. Ahora, a toro pasado y sobre todo por parte de quienes la vivieron en la cuna o dando sus primeros pasos, resulta que no fue para tanto. Resulta que hubo olvidos, decisiones apresuradas y que la Constitución, la única que ha garantizado a España el período más largo y seguro de libertad, resulta que se ha quedado vieja. Su modificación está prevista y regulada, de manera que es posible y legítimo solicitarlo.
¿Qué es exactamente lo que hay que modificar para que España deje de ser un problema para los españoles?
Pero el problema no es tanto una eventual modificación de la Constitución. El problema es que lo que se pretende por parte de muchos es una modificación que, para ser efectiva, antes habría que responder a una enorme pregunta: ¿Qué queremos ser de mayores? ¿Qué es exactamente lo que hay que modificar para que España deje de ser un problema para los españoles?
Solo los adolescentes dan vueltas sobre si mismos. Necesitan averiguar que quieren ser, imaginar su futuro. Pero cuando se llega a una cierta edad -y España ya tiene muchos años- lo esencial de la vida ya se tiene claro. En la madurez uno puede cambiar de trabajo, de ciudad, de afectos pero sobre la base bien cierta de saber quien se es y, sobre todo, de lo que se quiere ser.
El debate sobre el pasado, además de legítimo, se hace necesario para evitar que el esplendor se convierta en cenizas como tantas veces ha ocurrido en nuestra historia. El debate no va a modificar lo ya hecho, por ello -si queremos avanzar- lo que importa de verdad es el futuro y como sólo se consigue aquello que previamente se ha soñado, que diría Maria Zambrano, somos muchos los que soñamos con una España que lejos de ser un problema, sea una solución. Una España en la que nuestros hijos vivan con mayores certezas que nosotros, que se fortalezca como espacio de libertad. Una España en la que las prioridades sean el bienestar de los ciudadanos, la justicia sin discusión, la discrepancia civilizada, el limpio e imprescindible juego político, el apego y defensa de instituciones duraderas. No se trata de lograr una España sin problemas, sin ruidos. Sería una España muerta y alicaída. No, una España segura de si misma, orgullosa de su existencia, consciente de sus limitaciones y multiplicadora de sus enormes potencias. Una España que fuera -creo que ya lo es- la casa grande en la que todos, piensen como piensen y sientan como sientan, sepan y sientan que tienen su habitación siempre dispuesta con la disposición, eso sí, de contribuir de manera solidaria y generosa a los gastos de comunidad.
Son momentos los actuales de zozobra y angustia por una crisis que nos tiene con la lengua fuera y el ánimo desbaratado, pero si fuéramos capaces de abandonar esa permanente adolescencia de no saber, no compartir lo que queremos ser de mayores, la zozobra sería más llevadera. Quinientos años de vida compartida ¿no son los suficientes para tener resueltas las dudas existenciales que de vez en cuando se pasean y surgen en nuestro país como si de un adolescente se tratara?
Charo Zarzalejos