Reconozco mi desconfianza en los gurús de la economía, en las agencias de calificación, en los dictámenes del FMI, en los de muchos analistas anglosajones que escriben editoriales sobre nuestro país sin haberlo visitado jamás, aparte de algún breve desplazamiento turístico: se han equivocado tanto, tanto han basculado de un lado a otro, que temo que hacen buena la definición de Galbraith, según la cual un economista es alguien capaz de explicar de forma brillante por qué erró en sus predicciones. Por eso, aunque, claro, me alegra que Fitch nos califique como un país de economía «estable», sospecho que ello no va a bastar para que suenen las campanas del júbilo en casa: se mantienen los datos preocupantes. Simplemente, el castigo recibido nos ha abaratado en todos los sentidos y ahora merece la pena invertir en España, lo que es ya un buen dato que sigue, no obstante, sin afectar a los depauperados bolsillos de tanto parado, de tanto mileurista, sigue sin alentar las esperanzas de tanto joven que no ve futuro, aquí y ahora, para él.
No hay reformas de calado en el horizonte, al menos en el horizonte del PP
Lo que no acabo de entender es que Fitch sugiera que hay un cambio en la trayectoria política española para darnos ese BBB positivo que tanto, y tan justificadamente -¿quién no lo hubiera hecho?–, se ha aireado desde ámbitos oficiosos. No veo ese cambio por ninguna parte, más allá de las promesas, nunca concretadas, de moralización política por vía legal y de reforma de las administraciones, que chocan con tanto escollo anclado en-lo-de-siempre. Otra cosa es que la parálisis rajoyana, que personalmente me parece extremadamente peligrosa, cotice en la bolsa de los salmones, de las omnipotentes agencias de calificación, en los cónclaves económicos más poderosos: España es un gran país y siempre resulta atractivo comprar a precios que son, digámoslo así, más que asequibles. Y, además, hay que elogiar a Rajoy por dejar que se pudrieran las alarmas de un eventual rescate a nuestro país, eso también es verdad.
Yo diría que España está, convengamos con Fitch, estable, pero aún dentro de la gravedad. Lo que ocurre es que, frente al enfermo, caben las tesis pesimistas y las optimistas. Personalmente, me decanto, no sé muy bien por qué, por las segundas, aunque constato que las encuestas siguen ancladas en una mayoría que se inclina por ver la botella más que medio vacía. Y ese escepticismo, esa falta de esperanza, son más políticos que económicos; no hay reformas de calado en el horizonte, al menos en el horizonte del PP (en el PSOE, veremos qué ocurre con sus propuestas surgidas de la Conferencia del próximo fin de semana). Ni he visto grandes ideas nuevas tampoco en formaciones menores, como la UPyD de Rosa Díez que clausuraba su congreso nacional este domingo, tras haberse encontrado con que un pacto PP-PSOE solo parece realmente posible -ojalá me equivoque- cuando se trata de preservar la vigente ley electoral, tan lesiva para los ‘terceros’ que se atreven a amenazar el sacro bipartidismo. No hay ‘partidos-bisagra’ a la vista, parece.
No, no hay cambio en la trayectoria política española, ni interior ni exterior; hay que ver los silencios ominosos de nuestra diplomacia (y de nuestros servicios secretos) ante el revuelo internacional de las escuchas telefónicas americanas a los aliados; hay que escuchar los silencios ‘madrileños’ ante el desbarajuste que está imponiendo Artur Mas en Cataluña, tan peligroso; hay que aburrirse ante el eterno ‘y tú más’ en el que consiste el ‘diálogo’ entre los portavoces de las grandes formaciones. No, no hay un movimiento regeneracionista, y pienso que Fitch debería haber dicho la verdad, en lugar de envolver su BBB al alza en tanta palabrería: España, a base de dejarse mecer por el oleaje, se ha convertido en un país atractivo por sus precios y sus salarios. Y, además, descuiden, que no hay peligro de que se produzcan grandes cambios a corto plazo, cosa que siempre es mala para los terrenos de caza.
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Fernando Jáuregui