Vivo en una gran ciudad, apestada por las basuras que no encuentran la única solución posible, la política. Vivo en un gran país, uno de los nueve -o diez, qué más da- más importantes del mundo, al que, sin embargo, un portavoz de segunda de la UE, club al que mi país pertenece, se permite abroncar gracias a las salidas de tono de un ministro que ya no debería serlo y a quien solamente el inmovilismo de quien rige el Gobierno mantiene. Vivo en una espléndida nación, que algunos quieren que deje de serlo, sin que tampoco se atisben soluciones definitivas para atajar las grietas territoriales. Vivo en un Estado que va dejando de ser el de bienestar que los de mi generación, y todas las posteriores, habíamos conocido. Todo eso, y mucho más, me atenaza la garganta cuando me levanto para afrontar el atasco matutino a la hora (y soy afortunado) de acudir a mi trabajo.
España, mi país, está a la cabeza de la solidaridad europea con la devastada Filipinas
Hoy, sin embargo, la amargura de la relajante (yo antes creía que era estimulante) taza de café, sin leche ni azúcar, se me ha atenuado algo al comprobar que sí, que vivo en un país que aún mantiene atisbos de lo que yo entiendo que ha de ser una gran nación, un Estado benéfico y social, solidario y compasivo en el mejor sentido de esta palabra. España, mi país, está a la cabeza de la solidaridad europea con la devastada Filipinas, con la que tantos lazos históricos y afectivos nos unen.
Bueno, tampoco es para tocar las campanas ese millón de euros con el que oficialmente vamos a socorrer a las víctimas, pero es más de lo que destinarán a esos fines Alemania o Francia. Y las donaciones particulares, vía ONG o/y cuentas bancarias, han comenzado a manar: solamente Médicos sin Fronteras recaudó, este martes, algo más de trescientos mil euros. Y suma y sigue… Ahí están ACNUR, Save the Children, Cruz Roja, Cáritas, Acción contra el Hambre y un bastante largo etcétera, desplegando una creo que buena y, por una vez, parece que coordinada labor, para que no ocurra como con el desbarajuste de Haití.
Sí, reconozco que me he sentido orgulloso, no por primera vez, de esta sociedad civil que sabe superar los estrechos cauces oficiales en el país del 'no' burocrático y ha hecho saber, en plena crisis -muy relativa, si comparamos con las imágenes y los relatos que nos llegan desde Manila-, que está dispuesta a tender manos. Como cuando había dinero para la cooperación estatal hacia los países hermanos de América Latina, hoy afortunadamente mucho menos necesitados de una ayuda que casi podrían prestarnos ellos. Como cuando empezábamos a sentirnos grandes y, por tanto, capaces de generosidad. Volvemos a ello, confío. Y ya digo: hacía tiempo que el café previo a la batalla de la jornada no me sabía tan bien. Que no decaiga.
Fernando Jáuregui