domingo, noviembre 24, 2024
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Hacia el verdadero crecimiento. Entre Bangladesh y BioCultura (III)

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BioCultura no es solamente una feria «simpática» en la que podemos probar o comprar infinidad de cosas. BioCultura es, ante todo, expresión de una cuestión medular como es el modelo de desarrollo. Lo que muestra esta feria, en la que están representadas empresas de sectores muy variados -desde el de la alimentación, a los productos de limpieza, el turismo, el textil, etc.- es un modelo ideal, una filosofía, de lo que debería ser todo el tejido productivo de un país.

Una de las cosas prioritarias que se hacen cuando una enfermedad arrasa una población es buscar a los individuos resistentes, aquellos que han soportado mejor el trance, y estudiarlos para ver qué es lo que tienen que les haya dado una ventaja de supervivencia.  Aplicando esto a la devastación causada por la crisis, y viendo que el sector bio ha seguido creciendo mientras otros sucumbían, sería de locos no tenerlo en cuenta. Porque es evidente que si todo nuestro tejido productivo hubiese tenido algo de lo que tiene el sector bio acaso habría sobrevivido mejor. ¿Y qué es ese algo? ¿Qué es esa «poción mágica» de Asterix? Creo que, básicamente, ese principio de fortaleza es la ética como premisa de los negocios.

BioCultura es un modelo ideal, una filosofía, de lo que debería ser todo el tejido productivo de un país

Que si nuestro «modelo» económico -si es que es realmente un «modelo» en algún sentido- ha hecho aguas es, precisamente, por ser un «modelo» bastante falto de moral y de decencia, e incluso de una mínima orientación racional (de ahí lo de poner entrecomillado lo de «modelo»), sujeto ante todo a caprichos de grandes corporaciones que nadie controla e inversores codiciosos, así como a vaivenes demenciales de ese ente abstracto que se llama «mercado» y al que tanto le da arrasar un país como levantarlo, vender algo que cause una enfermedad como algo que la cure (e incluso, si es posible, vender mejor algo que la cronifique más que curarla). Un «modelo» predestinado, por todas las cosas importantes que no considera, por su cruel ceguera, a causar graves daños. Porque no está diseñado partiendo de criterios morales sino ante todo, de beneficios corporativos egoístas, cortoplacistas, que pocas veces tienen en cuenta realmente el bien de las personas (y no digamos del medio ambiente, que en la práctica es lo mismo).

Lo preocupante es que, a pesar de haber demostrado los daños que causa, y estar predestinado al fracaso, arrastrando al planeta consigo, ciertos gobiernos e instituciones internacionales insisten en seguir aplicándolo diciendo que nos volverá a llevar al «crecimiento». ¿A qué clase de «crecimiento» nos va a llevar? Muy probablemente: al crecimiento de los balances de algunas entidades concretas, a costa del decrecimiento de la mayor parte de los mortales (condenados a convertirse en mano de obra cada vez más barata y desprotegida) y de la progresiva eliminación de cualquier cosa que estorbe como las regulaciones sanitarias o ecológicas (e incluso de libertad de información y expresión). Acercándose así cada vez más a «modelos» como el chino o el de Bangladesh que, eso sí, «crecen», ya sabemos cómo y a costa de qué. Rebajar lo que ya era un más que precario y discutible «estado del bienestar» dejándolo al nivel de un país en vías de desarrollo. Un supuesto «crecimiento», en fin, basado, en realidad, en un verdadero decrecimiento general -en lo económico, lo sanitario, lo ambiental, lo cultural…- para que solo crezcan los beneficios de algunas corporaciones  y algunas cifras macroeconómicas trucadas.

Ya hemos visto lo que puede dar de sí el «modelo» imperante, incluso en sus mejores años de bonanza. Y si ni en ellos pudiera decirse que fuese bueno -para empezar, porque de aquellos polvos vinieron estos lodos- mucho menos ahora cuando se están eliminando las pocas cosas que lo hacían relativamente llevadero para algunos (y aún así sólo desde ópticas bastante miopes). Durante la bonanza el «crecimiento» anestesiaba a las masas, con un poquito de pan y circo, acerca de sus riesgos y sus daños. Riesgos como los económicos y daños como los ambientales o los sanitarios, se relativizaban con planteamientos ibéricos tan edificantes como el del «coge el dinero y corre» o «el que venga detrás que arree». Pero ya hemos visto a dónde nos han llevado los años de loca huida hacia adelante, aplaudidos por masas consumistas que vivían dejándose llevar por la corriente de una serie de intereses. Muchos, mientras se endeudaban, comieron gracias a ello. Pero eran tiempos de ceba. Los de ahora más bien, en algunos sentidos, parecen de matanza.

Acercándose así cada vez más a «modelos» como el chino o el de Bangladesh que, eso sí, «crecen», ya sabemos cómo y a costa de qué

Muchos solo pensaban en tener un puesto de trabajo, sirviendo a lo que fuese, con tal de cobrar. Se reían de quien les hablaba de lo del pan para hoy y hambre para mañana y mucho más aún de quien les plantease dudas éticas. Igual les daba extraer carbón subvencionado (no rentable) y lleno de azufre causante de lluvia ácida, que arrasar hayedos y robledales en una mina ruinosa a cielo abierto. Lo mismo daba trabajar en una industria química siniestra, que en las minas de Aznalcóllar que envenenaron Doñana, en una cementera que incinerase residuos tóxicos, en una empresa de residuos radiactivos, en la central nuclear de Homer Simpson, en la construcción de una urbanización en el último tramo virgen de costa, en el pesquero más esquilmador que tirase por la borda el 85% de los peces, en el aeropuerto de Castellón, vendiendo preferentes a las ancianas, achicharrando la tierra con fertilizantes químicos y pesticidas para producir cebollinos de precio «competitivo” o cualquier otra cosa, mientras con ello pagasen -con el agua al cuello- las facturas.  Muchos españolitos ni se lo planteaban. Les importaba un pimiento a lo que estuviesen contribuyendo. Si su pagador era una corporación sin escrúpulos que pensaba solo en el corto plazo, si aquello para lo que trabajaban era un despilfarro innecesario, si era dañino… ¿qué les importaba? El caso era trabajar y cobrar. Donde había euros, allí estaban ellos trabajando «honradamente» al servicio de un «modelo» no sabemos si demasiado honrado. Regando con el sudor de su frente el árbol de un «crecimiento» que se sabía que tenía las raíces podridas.  Era el «crecimiento», no sabemos si de una burbuja o de un tumor. Y todos estaban (relativamente) felices. «Primero es comer y luego filosofar» era la máxima.  ¿Pensar? ¿Para qué? El pensamiento y la moral no pintan nada en un modelo deshumanizador que convierte a los individuos en elementos técnicos y fríos, obedientes piezas útiles de maquinarias ciegas.

Poco importaba que, por ejemplo, ese «crecimiento» pudiese ser, en el fondo, ficticio, que tuviese que ver con inflar artificialmente el precio de algunas cosas (como la vivienda), con un crecimiento del despilfarro y su prima hermana la corrupción y , mucho menos, con la devastación de la Naturaleza, la contaminación, la desnaturalización de lo que comemos, el auge de  enfermedades crónicas cuyas gráficas no paran de subir y subir sin que nadie las detenga, de la precariedad, del estrés, del vacío de la existencia…

Buena parte de cierto modelo de «crecimiento» no deja de ser más que el crecimiento de problemas. Problemas que  están ahí  y que son gravísimos. Pero que, siguiendo la táctica del avestruz, se ha optado por no querer ver, metiéndolos debajo de la alfombra.

Cuestionarse las cosas así se juzga, por muchos, como algo de mal gusto. Es como cuestionar el «progreso». Algo que no se lleva. Lo «guay» es otra cosa.  Se impone por la fuerza la fe ciega en que todo lo que hacemos, todo lo que nos venden, todo lo que se inventa es «progreso». Y el que se plantea cosas como, por ejemplo, hacia dónde «progresamos», o si es que progresamos hacia alguna parte (que no sea hacia el borde de un precipicio), es un maleducado. Incluso un «enemigo del pueblo» como el personaje de Ibsen. Porque, aunque muchas veces se esté en un «progreso» ficticio, que genera más males que bienes, muchos viven de ese cuento. Además, ese «progreso» impone una «cultura» de la aceleración, que más bien es una anti-cultura descerebrante y que cada vez nubla más el escaso juicio de las masas. Ya se sabe lo que se dice de las prisas como consejeras. 

La actual crisis económica no es, en el fondo, más que consecuencia de una crisis ética. Una corrupción estructural de toda una sociedad que antepone el beneficio económico a todo. Y da igual que el que lo hace sea un banquero, un político, un empresario o cualquiera que simplemente quiera un empleo sin importarle a lo que esté sirviendo con ése empleo. Una crisis ética que, en el fondo, encierra un pesimismo suicida. Porque se prefiere, se antepone la «bolsa» (el dinero) a la «vida» (o a lo que esta representa en toda su amplitud).

La actual crisis económica no es, en el fondo, más que consecuencia de una crisis ética

BioCultura representa lo contrario. Se antepone la vida (lo bio) al dinero. No son los criterios económicos los que retuercen sádicamente la vida (humana y no humana), explotándola, adulterándola, desnaturalizándola, manipulándola (como con los transgénicos). Sino que es la vida y sus ritmos y sus intereses los que dominan sobre los negocios. Lo que se pone a la venta así tiene más valor, más fuerza, más VIDA. Por eso lo bio crece. Un crecimiento sin efectos secundarios que, además, ha probado su fortaleza medrando cuando lo demás caía. En el que no importa solo el propio beneficio, sino el de todos, incluida la Naturaleza. Rentable. Sin aditivos ni activos tóxicos (en el sentido figurado, el económico, y en el sentido literal, el de la contaminación química, por ejemplo). Sin ingenierías contables ni genéticas. Desde la conciencia de que el cómo y el por qué se crece es tan importante como el crecimiento en sí. Que más importante que «progresar» deprisa es ver hacia dónde se progresa (y si es hacia un muro, se frena para no chocarse). Que cosas como, por ejemplo, si se destroza o no el planeta, son importantes. Que no todo vale en aras de crear o tener un puesto de trabajo. Crecer sí. Pero crecer de verdad. Crear puestos de trabajos dignos al servicio de algo digno. Crecer en calidad de vida, crecer en tiempo disponible para la familia, crecer personalmente, crecer incluso culturalmente, crecer económicamente (e incluso pudiendo ahorrar como hacían nuestros padres y abuelos, con un sentido cabal de la austeridad).

A no ser que queramos un día amanecer no en España sino en Bangladesh, es probable que debamos reflexionar sobre ello. Esta crisis es una ocasión para hacerlo. Una oportunidad que Dios nos ha dado. Bangladesh «crece», sí, según ciertos baremos de «crecimiento». Bangladesh es «competitivo». Y crece también el veneno en sus ríos, crecen los casos de cáncer, crece la explotación. Según los mismos criterios es más «competitiva» una manzana que no sabe a nada y que apenas tiene nutrientes pero que, eso sí, parece más grande y lustrosa, más «crecida», aunque esté atiborrada de residuos de pesticidas, que una manzana biológica como las que venden en BioCultura. Deberíamos tener mucho cuidado con qué manzana escogemos. Porque bien pueda ser que una de ellas, ya pueden imaginar cual, nos la esté ofreciendo la madrastra de Blancanieves, haciéndose pasar por venerable anciana del FMI.

Carlos de Prada

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