Ha sido la crónica de una vergüenza anunciada. La sentencia de la Audiencia Provincial de A Coruña sobre el Prestige es todo un símbolo del país en el que vivimos, si es que a esto puede llamársele país (al menos desde ciertos parámetros de país serio). No es que, en general, en el mundo, las empresas y algunos responsables no tengan las manos bastante libres para perpetrar disparates y salir más o menos bien paradas en ocasiones, pero es que lo de España es ya todo un referente internacional de lo vergonzoso. Y da igual los vericuetos legales o no legales, las excusas y condicionantes que se busquen. Es una vergüenza de proporciones siderales.
Se veía venir. Para empezar, se quedaron fuera algunos de los principales actores del desastre, como ha reconocido el propio juez. Un desastre en el que al margen de las responsabilidades de algunas empresas, una serie de nefastas decisiones oficiales, que apoyó públicamente nuestro actual Presidente Rajoy (que alcanzó fama mundial por sus famosos «hilitos de plastilina» cuando era Vicepresidente y, como gallego «de pro», coordinó la gestión de la crisis), tuvieron que ver, y de forma muy determinante, con lo que pasó. Nuestros gobernantes tuvieron a bien, en lugar de hacer que el barco se confinase en un lugar abrigado donde poder controlar mejor la situación, que el buque diese paseos de centenares de kilómetros frente a la costa gallega, primero en una dirección, luego en otra, hasta que finalmente se partió y hundió precisamente frente a la costa gallega.
Ahora, la Audiencia Provincial de la Coruña ha condenado sólo a uno de los tres acusados por la catástrofe medioambiental del Prestige, el capitán del petrolero, Apostolos Mangouras, por haber desobedecido gravemente a la autoridad. Nueve meses de prisión por no hacer caso al principio a la hora de facilitar el remolque del barco. Y se ha absuelto al jefe de máquinas, Nikolaos Argyropoulos y al ex director general de la Marina Mercante, José Luis López Sors. Y por supuesto, nadie ha sido responsabilizado por delitos contra el medio ambiente, daños en espacios naturales protegidos y otros quebrantos cuantiosos provocados por el hundimiento del petrolero en noviembre de 2002. Ninguna empresa y ninguna Administración han sido responsabilizadas de nada.
La sentencia no es más que el último episodio, tragicómico, de una sucesión de situaciones vergonzantes. Como lo era el que los principales responsables, ya de partida, no se sentasen en el banquillo. Nada. Solo el capitán del barco (al que se le pedían 12 años de cárcel que ya vemos en qué se han quedado), el jefe de máquinas, el primer oficial (un filipino) y el ex-director de la Marina Mercante. Y a correr.
En todo eso queda un caso con 290.000 folios, casi 100 abogados, infinidad de partes y testigos, innumerables pruebas periciales… Mejor no hablar de la «labor» del Ministerio Fiscal ni, en general, de nuestra maravillosa Administración. ¿En esto ha quedado un desastre en el que llegaron a pedir más de 4000 millones de euros por los daños causados?
En esto ha quedado un juicio que al menos podía haberse acercado a un 10% de lo que debería haber sido si no estuviésemos en España, sino, quien sabe, en Estados Unidos. Y caerán en el olvido las memorables actuaciones de señores como Álvarez Cascos para el que, preguntado sobre cómo valoraba lo que se hizo en aquellos días, «la respuesta fue óptima». No hay más que ver cuáles fueron los resultados. O el señor Cañete que dijo que no se temía por una catástrofe (y claro, luego pasó lo que pasó) o el entonces delegado del gobierno en Galicia Arsenio Fernández de Mesa, cuya labor desinformativa en aquellos días alcanzó cotas inauditas.
Nada. Decenas de miles de toneladas de marea negra castigaron casi 800 playas, afectando a 2.600 kilómetros de costa. 300.000 voluntarios heroicos se lanzaron a poner en riesgo su salud recogiendo el vertido con sus propias manos. Pero aquí no ha pasado nada. Y no podemos culpar solo a las graves deficiencias existentes en las leyes internacionales que permiten las banderas de conveniencia, las marañas de sociedades interpuestas, la elusión del pago de daños… Nada de eso habría tenido tanto peso, de no haberse dado en un país tan de broma como el nuestro.
El buque -un monocasco de 1976 que llevaba 77.000 toneladas de fuel- tenía bandera de Bahamas, la propietaria era una sociedad de Liberia, el armador era griego, la carga de una sociedad suiza con sede en Londres y domicilio en Gibraltar, la tripulación filipina… Pero ni por esas y otras se habrían salvado de pagar algo si en lugar de España este hubiese sido otro país.
Aún queda posibilidad de recurrir esta lamentable sentencia y es posible que se haga, pero ¿queda ya a estas alturas alguna posibilidad de que se llegue alguna vez a obtener un fallo a la altura de las circunstancias?
Llueve sobre mojado. España es el paraíso de la impunidad rampante. El paraíso del que contamina no paga. Ejemplos hay muchos. Entre ellos el de las famosas minas de Aznalcóllar, donde la empresa sueca Boliden (y las españolas involucradas) se fue de rositas, no sin antes, no solo no haber pagado ni un euro de los cientos de millones que costaron las labores de limpieza, sino que incluso cobró cuantiosas subvenciones, antes de poner de patitas en la calle a cientos de trabajadores y volverse a su país. O el caso de Flix, en Tarragona, donde una serie de empresas, tras acumular durante décadas 700.000 metros cúbicos de lodos tóxicos, no pagarán ni un 5% de los 200 millones de euros que costará limpiar (relativamente) la zona. Lo pagarán, claro está, como siempre, todos los españoles, que para eso están. Y mejor no hablar de casos como el del amianto, dónde millares de trabajadores han muerto sin derecho a nada, mientras en otros países hay empresas que han quebrado por tener que pagar los daños causados. Spain is different, no cabe duda.
Carlos de Prada