Cada día son más numerosos los agoreros que repiten, en estos tiempos aciagos que vivimos, los paralelismos entre nuestros días y los previos al inicio de la Primera Guerra Mundial. No es casualidad, afirman convencidos, que se cumpla justo un siglo del asesinato en Sarajevo del archiduque Francisco Fernando. Tampoco es baladí, defienden con fervor, que los sucesos de Crimea presagien los peores escenarios para todo el continente europeo.
Uno, aunque desconfíe de los oráculos, no sabe ya a qué atenerse cuando abre el periódico y se entera que en la tristemente célebre ciudad belga de Ypres, donde se utilizaron por primera vez los gases venenosos, han muerto varios obreros al explotarles un obús de aquella lejana guerra.
Sea lo que fuere, lo que sí conviene tener muy en cuenta son algunas excelentes lecturas que nos han llegado desde la lejanía de aquella época. Las narraciones de los que vivieron esa guerra en primera persona forman un corpus coherente que, una vez que pasen las conmemoraciones oficiales y las admoniciones apocalípticas, sin duda seguirá enriqueciendo a muchas generaciones de futuros lectores.
Si uno tuviera que escoger a tres autores, con sus respectivos libros, tal vez se decantaría por Erich Maria Remarque, ‘Sin novedad en el frente’, Ernest Jünger, ‘Tempestades de acero’ y John Dos Passos, ‘La iniciación de un hombre’. Cada una de estas obras describe, sin renunciar a unos excelentes niveles narrativos, la tensión del ser humano inmerso en la barbarie de la guerra total, del enfrentamiento absoluto, siempre desde el punto de vista que sólo puede aportar la experiencia personal. Los tres libros dedican una parte esencial de sus páginas a lo que supuso el empleo de esa terrible abominación que fue la iperita, o gas mostaza, llamada precisamente así en recuerdo de aquella ciudad flamenca que mencionaba al principio.
Los gases se prohibieron después de la Primera Guerra Mundial, pero no por ello dejaron de utilizarse en otras épocas y latitudes distintas, como en el Protectorado Español en Marruecos, según describe Ramón J. Sender en ‘Imán’, la que tal vez sea su mejor novela y, mucho más recientemente, contra los kurdos en Iraq y los rebeldes en Siria.
Una visión más periodística del frente de las Ardenas, esta vez desde el lado francés, es la que aporta Agustí Calvet, más conocido como Gaziel, en uno de sus estupendos libros, ‘En las trincheras’. Otra visión mucho más épica, y también más comercial, de aquella guerra es la de Blasco Ibáñez en ‘Los cuatro jinetes del apocalipsis’, libro que alcanzó un éxito comercial tan desmesurado que hizo millonario al bueno de don Vicente.
Qué duda cabe que podríamos recordar muchos otros libros valiosos que se han ocupado de aquella guerra desde las más variadas posiciones. Existe, sin embargo, un aspecto que merecería mayor interés y que desde España es poco conocido, como es la participación de la entonces joven república portuguesa en aquel conflicto bélico. Uno se atrevería a invitar a su buen amigo Rui Vaz de Cunha a que nos contase, con la gracia y el buen hacer que le caracterizan, las desaventuras en Flandes de las tropas mandadas por el general Norton de Matos.
Ignacio Vázquez Moliní