Nunca pensé que llegaría a encariñarme con el viejo principio democrático sobre la violencia como monopolio del Estado. Ha tenido la culpa la nueva ley de Seguridad Privada. Se publicó este viernes en el BOE tras su paso por el Senado y la aprobación definitiva en el Congreso. No tranquiliza nada saber de las competencias que no tenían y ya tienen los vigilantes que trabajan a sueldo de las más de mil empresas del sector.
Estamos ante una expresión más de las pulsiones privatizadoras del Gobierno
Por ejemplo, se retiran las limitaciones impuestas a los vigilantes privados para actuar en espacios públicos. A partir de ahora ya podrán hacerlo, aunque sea al aire libre. Antes solo podían actuar en recintos cerrados, como polígonos industriales, urbanizaciones o centros comerciales, donde podían hasta efectuar detenciones sólo si estaban relacionadas con el recinto cuya protección tenían encomendada. Ahora se les permitirá actuar preventivamente frente a «actuaciones contrarias a la ley» y quedan facultados para detener a una persona en caso de «delito flagrante»
El espíritu y la letra de la nueva normativa cambia el concepto de «subordinación» de los vigilantes a los Cuerpos y Fuerzas de Seguridad del Estado por el de «coordinación». Bajo ese modelo de actuación, los vigilantes podrán detener, identificar y cachear. Se trata de novedades que, debidamente cruzadas con la rebaja de condiciones entre los aspirantes a trabajar en el sector, disparan las dudas sobre las posibles consecuencias. Entre otras cosas, desparece la exigencia de tener la nacionalidad española o estar absolutamente libre de antecedentes penales (sólo los precedentes por delitos dolosos serán causa de inadmisión).
Lo curioso es el sesgo político del alineamiento a favor y en contra de la ley
Estamos ante una expresión más de las pulsiones privatizadoras del Gobierno. Con la nueva ley se abren muchas oportunidades de negocio para las empresas. Mal asunto, sobre todo si se trata de aplicar un derecho fundamental de los ciudadanos: la seguridad. Por tanto, exigible a los poderes públicos, no al empleado de una empresa con ánimo de lucro. Además, se plantea un problema de desigualdad, derivado de una concepción mercantil, que recuerda la famosa doctrina Ansuátegui, sentada por aquel delegado del Gobierno en Madrid que dejó su frase para la historia: «El que quiera seguridad, que se la pague».
Lo curioso es el sesgo político del alineamiento a favor y en contra de la ley. Ha salido adelante con el voto del PP, al que se han unido los nacionalistas catalanes (CiU) y parcialmente los vascos (PNV). Mientras que todos los partidos de izquierda y UPyD votaron en contra de la ley, lo cual nos ha ofrecido paradojas tan notables como el hecho de que Amaiur (de evidente proximidad a los objetivos políticos de ETA) o ERC (republicanos, de izquierdas y separatistas catalanes) defendieran a las policías públicas (Guardia Civil, Policía Nacional, policías autonómicas y municipales) frente a lo que la representante de la izquierda abertzale, Onintza Enbeitia, calificó de «matones de discoteca jugando a policías».
Antonio Casado