En el justo medio está la razón o las bofetadas. La tarde de ayer cayó sobre Madrid velazqueña, una caricia luminosa que enmarcaba un consenso: ha muerto un hombre de Estado, al que debemos buena parte de las reglas de convivencia de las que disfrutamos hoy día. Vale, todo de boquilla.
A Adolfo Suarez le dieron bofetadas de todos los colores en vida, sobre todo la política. Los mismos que reivindican el valor del consenso viviente que supuso Suárez, legislan con el implacable rodillo de la mayoría absoluta; los mismos que reivindican su figura, alientan el navajeo y torpedean consensos por demagogia. La misma ciudad que despide con respeto al expresidente, fue un día antes testigo de una pelea barriobajera, en la que la pregonada Dignidad (con mayúsculas) se convirtió en una guerrilla con piedras y palos, aderezada con banderas tricolores que atentan contra lo que edificó Adolfo Suárez y su generación.
O sea, como en los mejores tiempos de Suárez.
El principal consenso que logró Suárez en su vida fue el desprecio a su figura mientras era político en ejercicio. Cuando llegó a la presidencia del Gobierno unos lo llamaban “tahúr del Missisippi”, otros le reprochaban su pasado con camisa azul, y los de más allá decían que era un advenedizo venido a más, con esas dosis de clasismo tan propias del carácter español, da igual el color político.
Los compañeros demostraron una falta de lealtad y estrechez de miras, con casos de abierta traición
Esto no era sino reflejo de una cacería sin concesiones, en un momento especialmente peligroso para el país. El PSOE de Felipe González estrenó la oposición sin cuartel, teniendo como tenía a la vista su arrolladora mayoría de 1982. La derecha mostró su lado más cainita e irresponsable, oliendo en su caso la sangre de un advenedizo al que consideraban traidor. Los compañeros (de ahí la frase de “al suelo, que son los nuestros”, que regía el gabinete más cercano a Suárez) demostraron una falta de lealtad y estrechez de miras, con casos de abierta traición, como contaba con sorna Leopoldo Calvo-Sotelo en su “Memoria viva de la transición”. La derecha más ultramontana atentando contra las libertades y poniendo bombas; el terrorismo vasco matando sin piedad para ahogar en sangre a una joven democracia; los sindicatos atosigando cualquier posibilidades recuperación económica, y la extrema izquierda alentando los asesinatos traidores y ladrones del GRAPO. Y el Rey, de perfil con su principal valedor.
Como para no irse, agobiado y deprimido, en 1981. Todo ese acoso fructificó en forma de golpe de Estado –ese que celebró hace unos días Tejero con una paella en un cuartel de la Guardia Civil-, lo más bajo en que puede caer un país.
Hoy, la irresponsabilidad y el jugueteo con lo más elemental de nuestra convivencia sigue siendo un deporte nacional. Cierto, no hay sangre en las calles, hemos entrado en Europa (de donde nos quieren sacar los escépticos de la extrema derecha y de la extrema izquierda) y hasta tenemos aeropuertos en cada capital de provincia.
El único que tenía claro que Adolfo Suárez era un político de talla histórica era él mismo
Pero muchos no tienen reparo en hacer malabares con la unidad del país, llevar al límite la cuerda de la convivencia, volver a penalizar libertades sociales, frivolizar sobre la cabeza del Estado, nuestra forma de Gobierno, y hasta proponer que se gobierne en asambleas de barrio. Incluso el terrorismo ultramontano de izquierdas vuelve a asomar las orejas…
A veces parece que el único que tenía claro que Adolfo Suárez era un político de talla histórica era él mismo. Con un credo de centro, hoy sabemos que le dio una lección histórica a sus coetáneos. Otra cosa es que nosotros, hijos putativos de la ESO aunque estudiáramos aquella EGB, queramos olvidarla tan pronto.
Joaquín Vidal