viernes, septiembre 20, 2024
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Que sea el hombre el dueño de la historia

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Se ha ido Adolfo Suárez.

España se prepara para rendir homenaje al primer presidente de nuestra democracia y lo hará de forma sincera y justa aunque, si me lo permiten, probablemente tardía, muy tardía. Y eso nos interpela a todos sobre nuestra capacidad como sociedad para reconocer a nuestras figuras más prominentes y para reconocernos a nosotros mismos en nuestros logros colectivos.

Porque la tarea de Adolfo Suárez fue titánica. A él le tocó hacer frente y vencer al fatalismo histórico que late en los versos de Jaime Gil de Biedma, para lograr por una vez que la historia de España dejara de ser la más triste de todas las historias.

Con su inteligencia, intuición y empeño supo forjar los consensos necesarios

Y lo logró. Heredó una dictadura y legó una democracia.

Suárez supo suturar con el hilo de la concordia la herida que tantas veces ha dividido a nuestro país en dos mitades, condenándolo a desangrarse sin remedio. Con su inteligencia, intuición y empeño, supo forjar los consensos necesarios primero, para que el régimen se hiciera el harakiri aprobando la Ley de Reforma Política. Luego, reuniendo a todas las fuerzas políticas y a toda la sociedad para encauzar las energías colectivas hacia la construcción de un futuro común a través de la redacción de una Constitución de todos por vez primera en nuestra historia.

No fue una tarea en soledad. Junto a él estuvo toda una generación de españoles que supo entender el momento que enfrentaba nuestro país y que se conjuró para superar los odios y sortear las dificultades para abrir una etapa histórica nueva de manera admirable.

Admirable, sí. Porque cuando volvemos la vista atrás a veces parecemos olvidar las dificultades, tensiones y amenazas que debió enfrentar el pueblo español y la generación de políticos que hizo la Transición para que la democracia no fracasara. La Transición tuvo errores y olvidos, algunos sangrantes, y es evidente que al sistema que nos legó han empezado a crujirle las costuras. Pero nada de ello resta valor a los logros alcanzados en ese tiempo y por una generación de políticos que se nos está yendo sin que acabemos de ser capaces de reconocer, con sus aciertos y errores, toda su grandeza.

El caso de Adolfo Suárez es ejemplo de ello. Porque tras enfrentar aquella ingente tarea, en vez del reconocimiento, sufrió el descrédito, la humillación y el abandono de propios y extraños. La soledad.

La Transición tuvo errores y olvidos, algunos de ellos sangrantes

Es cierto que España necesitaba pasar página y, en el nuevo libro de la democracia, no parecía tener cabida un político forjado en el viejo libro de la dictadura. Pero quizás condenó al olvido a un hombre cuya determinación ayudó a que la Transición fuera realmente la apertura a un nuevo tiempo y no un paréntesis en el retorno a tiempos oscuros.

Sólo pasado el tiempo, la sociedad española empezó a reconocerle su altura. Y, como su hijo ha dicho, afortunadamente aún pudo recibir esa corriente de admiración y afecto antes de que la enfermedad hiciera acto de presencia.

Por eso, en un día triste como este, y en memoria del hombre que nos deja, prefiero quedarme con el último verso del poema de Gil de Biedma: “Que sea el hombre el dueño de su historia”. Un canto a la esperanza, el canto que entonó una generación que se nos está yendo, pero que nos ha dejado el mayor y el mejor de los legados, nuestra democracia. Sirva para rendir homenaje a aquellos que, como Adolfo Suárez, entregaron lo mejor de sí mismos para hacerlo realidad.

Que lo sea hoy y siempre.

José Blanco

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