Amanece primaveral en Los Madriles y el Barrio de Salamanca se abre al sol enlutado de un lunes solemne. El pésame ya se va rompiendo en Goya con pitidos libertos de una manifa ácrata, resaca de columnas invasoras, hacia la Audiencia Nacional. Rumbo a Alcalá todo se silencia a media asta rojigualda, deprimida en exceso en Colón y bella en Cibeles escoltada.
Desde el Paseo del Prado se hace un silencio policial de control y corta-calles para dejar paso a la efervescencia poderosa de autos negros, cristales ahumados que ocultan prohombres de gafas de sol y gesto crecido. Al fondo de la Plaza de las Cortes preside enfadado un león custodio entre columnas, con ganas de recibir al gran hombre.
Llevamos esperando esto 48 horas más o menos. Desde aquella inédita declaración de un hijo fiel que, en rueda de prensa lacrimosa, decide resucitar a un padre. En breve disertación se rompe así la tradición de “Edipos Reyes” que luchan cada día por acribillar al patriarca, y Suárez Illana, bajó al ruedo, solo, como su amigo Padilla, a lidiar sublimando la vigilia de su padre mientras declamaba sin acento un aviso a los navegantes de arriba, a los remeros de abajo y a los grumetes de turno.
Desde ese viernes prematuro, se crea un finde de canonización en vida, unanimidad de poderes del sistema, para arropar a su gran diseñador, aquel al que anteayer habían devuelto a su pueblo dejando un hombre envuelto en doble amnesias, la triste interior y la gestionada desde fuera. Ambas despiertan en este día fatal laicamente y sin esperar a un tercer día porque, como sabe Illana, a España le dura el recuerdo lo que el luto convenido.
Dicen que llegó a Madrid por la Estación del Norte, Adolfo, chaval mesetario con pretensiones para arrojarse a la metrópoli desde su provincia de neto azul mahón, confiando que su ambición, engominada de carisma le llevase a la victoria. Navegador entre dos mundos, la provincia y la capital, se irá desnudando del azul para vestirse de gris, entre perla y tecnócrata para terminar fundiéndose en la niebla romántica que equidista tanto de la gloria como del olvido.
Primer presidente del penúltimo drama nacional, nos trae el posmodernismo político al ruedo ibérico: esa mezcla de relativismo, estética e imagen, sin más verdad ni principio que lo que se fabrica en la fábrica del consenso buenista con coartada coyuntural y eficiente siempre y cortoplacista. Desde la verticalidad del juramento arrodillado ante Dios se pasó en un gesto –nunca más plástico– hasta la retórica entusiasta y televisada de la promesa inmanente, sabiendo entender las reglas del juego para reinventarlas al provecho del nuevo líder del momento.
«El ajedrez es la vida» nos explicó Fisher, dogmatizando sobre esa actividad que trata de salvar al rey hasta el final sacrificando lo que sea. España empezaba su ajedrez moderno y Suárez se ocupo de cambiar las reglas a costa de cambiar el tablero. Una nueva partida de juego medio, de mucho toque, exigía fulminar las grandes líneas rectas, es decir jugar sin torres, evitando castillos y Castilla, ni enroque. Se trataba de diseñar un campo donde cupieran todos, asimétrico-periférico y con movimientos iniciales «de la ley a la ley», es decir, buscando el camino más corto entre puntos y que ya, por supuesto, no pasen por las estrellas.
Lo diseño y lo jugó al toque, político hula-hoop de una generación con cintura de caderas rotas por tan flexible. Como peón, llegó, cono alfil mandó y como caballo… se le sacrificó en ese espacio minado entre Reyes y soldados, en esas celdas envidiadas de un tablero que fue tanto se su creación como su trampa.
Y hoy pasan todo el día, prietas las filas, una gran parte de peones de lo que queda de ese tablero nacional -otra parte vino el finde en seis columnas para arrasar la ciudad mientras una quinta solitaria e invisible gritaba por la vida en domingo–.
Las grandes piezas del juego estaban esta mañana en el Congreso ceceando alabanzas.
El momentum de La España que se cree creada a sí misma en el 78 y se legitima para suicidarse en cualquier momento ha canonizado estos días a uno de sus padres. Es coherente en sí misma y seguramente hace bien.
Por mi parte como español viejo, sentimental y escéptico rezare fuerte, muy fuerte, por el alma de un presidente de mi Patria mientras espero que Dios y la Historia, ambos vientos que han de entrar en estas habitaciones coyunturales para expandir su brisa eterna, dicten su sentencia.
Adolfo Suarez González – Presidente de España – DEP. Con cariño a toda la familia.
J.M. Novoa