No sólo la violencia engendra violencia, sino que su banalización también. No ha habido en los dos últimos años manifestación de protesta en las calles con un epílogo acorde a su transcurso pacífico y a la ejemplaridad cívica de sus participantes, lo que induce a pensar que cada una de las manifestaciones multitudinarias de repudio a las políticas antisociales del Gobierno de Rajoy han sido, en realidad, dos: la buena y la otra. La verdadera y la apócrifa. La de la legítima y necesaria expresión de censura a un poder abusador e infausto, y la de la violencia gratuita, rutinaria y banal que en nada beneficia a la primera, sino todo lo contrario. Y en medio, y a menudo haciendo alarde de una torpeza extraordinaria, cuando no arrimando gasolina al fuego, la actuación policial.
Las escenas de brutalidad extrema que se vivieron el pasado sábado en Madrid, ese aquelarre de palos, piedras, linchamientos, cargas y balas de goma, remiten, más allá del obvio y contundente reproche moral y judicial que merecen, a lo visto y vivido en tantas otras ocasiones, y ello, cual se desprende del examen ponderado de los sucesos, tanto por la acción de salvajes y de provocadores como por una muy deficiente planificación de los operativos policiales, que por no orientarse exclusivamente al aislamiento y neutralización de los violentos, ha extendido el caos que éstos provocan en perjuicio de aquellos, manifestantes y transeúntes, a quienes la policía debe siempre, y en cualquier circunstancia, amparar y defender. O dicho de otro modo en el caso concreto que nos ocupa: los manifestantes del 22-M y los policías antidisturbios fueron víctimas de lo mismo, la insoportable incapacidad de los mandos políticos y policiales.
Golpear a la gente, lastimarla, herirla, es algo que nadie puede hacer, y menos que nadie, la policía, que está para evitar eso precisamente. Contar hasta mil si es preciso antes de pegar, y, llegado el caso, sólo a quien está delinquiendo flagrantemente y en la exacta medida. Pegar a los policías, naturalmente, tampoco, y mucho menos, como ocurrió en Recoletos, cuando, desamparados y caídos, eran ya también víctimas del diseño demencial y caótico de su presencia y actuación.
Rafael Torres