Permítame, amable lector, hablarle una vez más, quizá la última, sobre el velatorio de Adolfo Suárez. Recorrí las colas de gentes que aguardaron horas para poner rendirle el último tributo, hablé con muchos, y me quedé con la sensación de que una constante que se repetía una y otra vez era la de comparar al gran expresidente con quienes le sucedieron, obviamente en desventaja de los segundos.
Necesitamos, sí, otro Suárez, que era la petición que lanzaban los más. Y yo no sé muy bien si necesitamos otro Suárez -¿el de cuál época? ¿el de la primera, brillantísima? ¿El que luego se encerraba en La Moncloa? ¿El que inventó, para mantenerse en la política, el CDS?- o, simplemente, algunas de las cualidades que Suárez desplegó en los once meses en los que, desde julio de 1976 hasta junio de 1977, puso patas arriba el Estado franquista y cimentó la Transición a la democracia. Solamente por estos once meses merece la pena haber convertido a Adolfo Suárez en un mito, al que yo personalmente, lo reconozco, casi venero.
Mariano Rajoy no ha quedado muy bien parado con las comparaciones con Suárez
Sospecho que no ha quedado muy bien parado Mariano Rajoy en estas comparaciones. Y no es del todo justo denigrar al actual en contraposición al que se fue. Cierto que me consta que, por variadas razones, el Presidente ha pasado por malos días, en el orden personal y en el político. Pero a Rajoy, que no es ni acaso será jamás un estadista, hay que reconocerle cualidades indudables de independencia, de prudencia, de sentido común y de patriotismo. Virtudes que no bastan para engrandecerle a los ojos de los sondeos de opinión, como se ve mes tras mes. Pero que son las idóneas para gobernar una nación en la rutina de una de esas democracias tan completas que resultan aburridas.
Desgraciadamente, no es el caso de esta España convulsa en la que acabamos de asistir al estallido de casos de violencia casi sin precedentes en los últimos años. Ni de esta España necesitada de actualizaciones, reformas, modernizaciones, de toda una revolución mental que ponga en solfa muchas estructuras. Ahí se necesita una sabia mezcla del primer Suárez y de este Rajoy. ¿Cómo convencer al hombre impasible que nos gobierna de que no basta con ver cómo mejoran, a paso de tortuga, los datos macroeconómicos, o con que las agencias de calificación ya no nos coloquen el farolillo rojo? ¿Cómo persuadir a este personaje algo taciturno de que los españoles quieren no solamente la alegría de comprobar que sus bolsillos están algo más llenos -cosa que, por cierto, sigue sin ocurrir aún-, sino la satisfacción de sentirse partícipes de una vida política diferente?
En fin, enterrado queda un personaje histórico. Lo peor es que cunde la sensación de que era, además, irrepetible.
Fernando Jáuregui