La duda hamletiana aquí la tenemos planteada en términos gastronómicos, ¡y a mucha honra!: comer o no comer. Un duro debate del que no hay quién escape en tiempos de Semana Santa cuando el horizonte se llena de platos de convento y ese monumento casero al paladar que son las torrijas. Una bandeja de torrijas es una propuesta a saltarse la dieta a la comba porque se prueban de una en una para terminar cayendo en la gula para restar solemnidad a unos días tan marcado por la tradición religiosa.
Con las torrijas sucede que cada uno defiende con ardor las de su madre, y alaba las que hacía su abuela con ese toque especial que se llevó a la tumba. Se supone que algo contaría la entrañable ancianita porque de otra forma la torrija habría desaparecido como lo hicieron los grandes saurios. Puede que también deleguemos de manera encubierta en nuestras madres lo que nos cuesta trabajo de hacer, no es igual llegar de visita y encontrarte «la torrijada» que quedar de listo y decir apártate que me pongo con ellas. Ni todos los programas de cocineros que existen, y hay atasco de ellos, han conseguido superar a este dulce que se elabora partiendo de pan duro. Un milagro de la cocina de pobre que ha llegado hasta nuestros días y que es digno de aplauso porque borra a la famosa pastelería francesa que en el cruasán alcanza tan noble techo.
Para aumentar el arrepentimiento que llegará con la báscula, hacendosas monjitas de clausura trabajan en la elaboración de dulces y yemas. La excusa de una fiesta religiosa que debería llevar al recogimiento se convierte en una segunda Navidad para el buen gusto. Eso sí, lean atentamente las instrucciones de la caja que sale del convento en la que figuran los ingredientes, la fecha de caducidad pero nada dice de las consecuencias de su ingesta compulsiva. Las reclamaciones por exceso de peso, los arrepentimientos de báscula porque abrocha mal el pantalón se quedan a beneficio de inventario, no hay juez que admita una demanda civil. Y eso que también el juez podría contar lo suyo.
Que cada uno haga uso moderado de las calorías que las fiestas le ofrecen y que sea consciente de que no es necesario liquidar la fuente dejando una pista de azúcar que sobró en el festín. Por suerte la DGT no controla el nivel de glotonería en sangre porque en ese caso las carreteras iban a circular muy despejadas. Conste que no lo hacemos por mala fe es todo tradición centenaria en la que damos cuenta del rito hasta casi explotar, (casi), en realidad se descubre que tenemos otro estómago oculto. Menos mal.
Rafael Martínez Simancas