sábado, noviembre 23, 2024
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Incienso y azahar

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Tengo comprobado que aquellos que tienen una segunda vivienda en propiedad, que no es mi caso, siempre vuelven a ella en cuanto el calendario nos da un respiro. Hay que volver para ver si todo está en orden y arreglar el grifo que goteaba. Hay que volver porque para eso está, para volver, para amortizarla porque las casas vacías, ya se sabe, al final acaban estropeándose.

Sevilla es para muchos, muchísimos, esa «segunda vivienda» a la que, al menos, en Semana Santa, siempre se vuelve, con la tranquilidad, eso sí, de que aunque tú no vengas no pasa nada. Siempre esta arreglada. No precisa de tus cuidados. Lo mismo ocurre en Valladolid, Murcia o La Rioja. La Semana Santa ni decae ni se desgasta y da igual que como sonido de fondo tenga el impresionante silencio de algunas procesiones castellanas o las magníficas bandas andaluzas.

Aquí, en Sevilla, el Parque de María Luisa está esplendoroso y la Plaza de España iluminada por una luna llena sin parangón, acogiendo a la Virgen de La Paz, es todo un espectáculo que te transporta a un mundo lleno de belleza y misterio. Para una bilbaína como yo, acostumbrada al toque de niebla, a escuetas procesiones y que descubrió que en una ciudad había naranjos de verdad, conocer la Semana Santa sevillana es un viaje complejo. De no entender nada a comprenderlo casi todo. Y digo casi todo, porque quienes de verdad lo entienden todo son los sevillanos.

La belleza tiene vida propia por encima y al margen de cualquier avatar

Me costaba entender que año tras año fueran capaces de aguantar de pie la espera de la Virgen, siempre la misma, que habían visto desde su infancia. Ahora lo entiendo porque en realidad nunca es lo mismo. La Virgen o el Crucificado son siempre los mismos. Auténticas joyas, pero nosotros no. Nosotros no somos los mismos y cada año que pasa lo percibimos todo de otra manera. Las circunstancias y el mero pero inescrutable paso del tiempo te hacen ver las cosas de otra manera. Te falta el amigo al que llamabas cuando llegabas a El Salvador y ya no te paras ante el puesto de tambores porque aquellos niños que querían uno, y si era con trompeta, mejor, ya no son niños y ni siquiera pueden venir porque están tejiendo sus vidas en el trabajo recién inaugurado o preparando los últimos exámenes de un master monstruoso.

Cuando se llevan muchos años volviendo a esta «segunda vivienda» es imposible evitar un sentimiento de melancolía. Resulta absurdo no pretender sumergirte en un baño de recuerdos y de ausencias. Y es entonces cuando aparece el Cristo de Los Estudiantes o La Piedad con Cristo muerto en su regazo, cuando entiendes que la belleza no sabe de calendarios ni de circunstancias. La belleza tiene vida propia por encima y al margen de cualquier avatar.

Creo que ese impacto que produce la belleza, esa búsqueda inconsciente de la misma, lo que hace de la Semana Santa un acontecer que se sitúa al margen del tiempo y de las añoranzas. Y todo ello oliendo a incienso y a azahar que, como la belleza, siempre permanecen.

Charo Zarzalejos

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