No hay foto de primeras damas, o lo que sean las tales suripantas, más bonita; ni la habrá, seguro; porque tampoco será probable que haya una primera dama así de linda como Margaret Trudeau, heroína de muchos que éramos adolescentes allá por los años que se iniciaban en 1970. Más heroína, desde luego, cuando supimos de esta foto de 1977, firmando la doñita un autógrafo a pelo y corrida su braga; cuando se la relacionaba con Mick Jagger, aunque tuvo más historia de cama con otro Stone, Ronnie Wood, que con Jagger o con Richards, pues a Richards se limitó únicamente a cuidarlo una noche de hotel, con borrachera de vomitona el tipo, ayudada por uno de sus escoltas, esposa que era aún de Pierre Trudeau, primer ministro del Canadá.
No se divorciarían, Pierre y Margaret, hasta 1984, aunque sea lo cierto que desde antes de aquel 1977 del affair romántico y sexual de la damita con Wood, el Stone, las cosas ya iban algo así como mal en el matrimonio.
Posteriormente (1979) contaría Margaret que también había tenido una seria coyunda con el senador estadounidense Ted Kennedy (lo refirió en unas memorias publicadas aquel año bajo el título de Beyond Reason; ahí argumentaba que para ella la llamada razón de Estado era cosa que había decidido pasarse por la mismísima y angelical piel de ángel de las bragas que no solía llevar, ya que Pierre le denegara el divorcio por sus convicciones católicas, credo que abrazó Margaret cuando se casó con él a la tierna edad de veintidós añitos, tres décadas más joven que su marido. Al cabo, sería el propio confesor de Pierre Trudeau –un hombre no obstante muy liberal, Trudeau, no su confesor, aunque puede que también– el que convenciese al político de la necesidad de divorciarse, no fuera a ser que en algún viaje a España, por ejemplo, o a México, e incluso a Portugal, lo trincaran para lidiar como sobrero, siquiera, en alguna corrida de toros, ya que cargaba con más cuernos que un saco de caracoles, si bien nunca optó por el fraudulento afeitado y los luciese con descaro, buidos y muy limpios los pitones).
La doñita, véasela, era un verdadero encanto. Sigue siendo, ya mayor, una dama muy digna, aperreada con su trastorno bipolar y algunas otras enfermedades, no obstante lo cual en sus comparecencias públicas mantiene una altísima prestancia.
El guardaespaldas que la acompañaba cuando los escarceos de Margaret con los Stones, Marcus Ferr, miembro de los servicios secretos canadienses, contaría a inicios de los años 80 en una entrevista concedida a Johnny Aponte, de Los Angeles Times, que a la entonces señora Trudeau le gustaba hacerlo –la cosa del sexo, se infiere– en la bañera, muy especialmente. Interesante asunto, sobre todo, porque muchas noches, siempre según lo referido por Ferr, cuando subían a la habitación del hotel, iba el muy monicaco y lumpen Ronnie Wood, borracho o drogado, sudoroso y halitósico de eructos, y protestaba como un niño mientras ella, inflexible, le exigía el baño o como poco la ducha, si quería que le hiciera las ricas cochinadas que prometía cantarina ante el impasible ademán del guardaespaldas, todo oídos, sin embargo.
De lo anterior se colige, queda claro, que la entonces joven y casquivana primera dama canadiense era primorosamente limpia. Y que exigía por ello la limpieza de sus amantes.
Margaret Trudeau, pulquérrima y sin jugar de ventaja, proclamó ya en su día, mediando los escándalos de su relación con los Rolling Stones, y sobre todo con Ronnie Wood, que «me cansé de ser la flor que el primer ministro lucía en la solapa de su chaqueta».
Algo que desde luego sólo podía proferir una damita capaz de casi quitarse las bragas y tomar asiento en el suelo con el gallardo donaire demostrado en la foto que la lució así de bella.
José Luis Moreno-Ruiz