Carlos Marx cometió muchos errores de bulto, pero también acertó con clarividentes sanciones, hoy aceptadas por todos los sociólogos, con independencia de su ideología. Una de ellas es el principio de que, en cualquier sociedad, «la moral dominante es la de la clase dominante».
Hoy el término «clase dominante» es mucho más complejo que el sentido que le daba Marx, y no sólo forman parte de ella los dirigentes políticos y los capitalistas financieros, sino que también son clase dominante los líderes sindicales o las estrellas del deporte o de la música pop. Por poner un ejemplo, la moda del tatuaje, que yo, por motivos generacionales, la tengo asociada a presidiarios, ha sido enaltecida gracias a las grandes estrellas del fútbol y del rock, que han conseguido que millones de jóvenes crean que la distinción no está en el cerebro o en la dignidad del comportamiento, sino en llevar tatuada una mariposa en el ombligo o un alambre de espino en la muñeca, como otros tantos de cientos de miles.
Sirva el pesado preámbulo para recordar las palabras de nuestro Fiscal General del Estado, en el sentido de que la corrupción de los dirigentes políticos anima a los ciudadanos al fraude. Lo dijo en la sede del Congreso de los Diputados, donde tienen su asiento los epígonos de esos partidos en los que los corruptos son tratados con tanta misericordia que el ciudadano de a pie concluye en el error de que, en España, si no se defrauda es porque no se puede o porque uno es un gilipollas.
Los enemigos que tiene Montoro no son los contribuyentes -la mayoría de los cuales, cumplen con sus obligaciones tributarias- sino esa pandilla de golfos, que son arropados por sus jefes, por miedo a que se organicen trifulcas en el seno del partido. Y en el seno de los partidos suele haber paz, pero la sociedad recibe tan mal ejemplo que comienza a pensar en lo que no debería.
Luis del Val